Aunque nació pegada al suelo, siempre añoró las nubes. Asomando su cabeza fuera del agujero que era su hogar, admiraba el vuelo de las aves. “Has nacido serpiente, tu sino es arrastrarte, enroscar, apretar y soltar”, le decÃan sus mayores y ella intentaba acostumbrarse a la idea, sin lograrlo.
Un dÃa tuvo una revelación: no volaba porque no lo habÃa intentado. A veces basta con creer en los milagros para presenciar su realización.
Le tomó dÃas, quizás meses, quién sabe si años, llegar a la cúspide que habÃa situado como el punto más alto de la ciudad. Arribó a la cima, envejecida y exhausta, convencida de la certeza de su vuelo. Apenas habÃa que asomarse al cielo y desear con intensidad.
Se desprendió con elegancia, la brisa que acariciaba su piel, la ingravidez de su ondular, le demostraron que todo era posible.
Sólo el pavimento supo de su fracaso. Tal vez, aquella rueda implacable que pasó sobre sus restos, guarda también memoria del suceso, mas lo dudo, todos los dÃas caen serpientes de los rascacielos.