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RETROSPECTIVA

Oscar Ángel Agú

Argentina



El 2003 ya corrió su mitad de camino. Y digo corrió porque no transcurre sino que alucina su velocidad.
En poco tiempo hemos vivido tres años en uno. Golpeados, macerados por l’agua, hemos perdido todo y hemos encontrado de todo. No sólo fuera de cada uno de nosotros sino y además en cada uno de nosotros.
 
La bravura de l’agua se llevó lo inimaginable. Barrió con las despensas, las bitácoras, los baúles, las cajoneras y las pequeñeces. En horas se hizo agua, se diluyó la enorme e inmensa tarea de años.
Y nos dimos cuenta de la exacta dimensión de las cosas y de nuestra relación con ellas.
Y no quedan palabras.
 
FURIA DEL NACIMIENTO
 

¿Dónde se oculta el sol en ésta ciudad?

Quizás en el leve silencio de unos ojos ansiosos

Quizás esté oculto en la corta sombra de una mano

Quizás en todos los quizás que se nos puedan ocurrir.

Pero sí está oculto en los largos y hondos silencio del mundo arrasado,

vacío de todos los quizás que no fueron.

Los rostros deambulan en el turbulento mundo de las sombras

acunadas en la agua.

La agua que ahogó todos los quizás, todos los augurios, todos los esfuerzos.

Nos dejó desnudos en la ribera,

a la deriva camalotal,

en bancos súbitos de arena en medio del río,

en su viejo lecho al que le escuchó su llamado.

La turbulencia nos acusa en la desnudez y sólo brilla ella, sólo ella...

Estamos arracimados en la turba del río sin comprender

que él nos cruzó en medio de cada uno de nosotros;

tenemos el rostro del río y cuando nos miramos, unos a otros,

vemos nuestro propio rostro demudado.

Profunda metamorfosis cuya acción violenta,

inadecuada, absurda, loca... aún no comprendemos

la dimensión de nuestro nuevo cuerpo.

Quizás nunca lo haremos,

quizás surjan nuevos quizás,

con la misma fuerza de río, con la misma presencia.

Me voy durmiendo papel,

me voy alejando del sonido de las cosas arrasadas

voy buscando el sol en ciertas manos

en ciertos gestos

en ciertos pasos

que anuncian un poco de luz para hacer habitable el mundo,

hacerlo creíble:

los jóvenes, los voluntarios, los docentes,

las madres parturientas en los centros de evacuados,

en las historias nacientes.

Nada está dicho, nada ha terminado.

Está por comenzar el tiempo para muchos.

Será otro tiempo, otro sol. Otra ciudad, otro mundo.

 

Primera crónica

 

¿Qué nos ha pasado?

 El cielo se quedó llorando hasta no caber sus lágrimas. Tremendo lloro que aluvió terruños, sueños, casas, vidas, lumbres, albardones, silencios, muelles, barcazas, basurales, puentes, pobreza, riqueza, bienestar, analfabetos, marginales, sabios, ladrones, poetas, acosadores, rameras, niños perdidos, cerdos, caballos, árboles, horizontes . . .

 El cielo se anegó a sí mismo hasta el hartazgo y largó su vómito, largo en mañanas, en vísperas, en las horas de ángelus, en la vuelta de los siriríes, en el ladrido lobuno de los perros perdidos, en los vuelos largos y asombrados de los pájaros, en las alturas de los hormigueros que no pudieron ganar la altura . . . y el vómito de la agua cubrió lo nunca cubierto en la memoria.

 Y éramos espectros deambulando en las calles sórdidas y dormidas por la agua. Extendiendo las manos tocábamos la agua, vómito de cielo harto, y ya éramos visceralmente río.

 Deambulando en la noche, las sombras de la gente gemía. Gemía de dolor, de locura, de furia. Venían caminando hacia el poco alto desde el bajo por las aguas empecinadamente negras. Y llegaban ateridos, con sus niños en brazos, sin habla, llorando lo nunca llorado; llegaban con sus pocas ropas, sus puños cerrados, sus ojos idos. Llegaban sin saber dónde. Sólo llegaban donde la altura era una pobre y cierta protección a la desazón. Y uno allí, tendiendo manos, diciendo aquí estamos sin saber, por cierto, dónde. Confundidos, caminábamos la noche sin entender aún . . .

 Caminábamos en busca de una lumbre, de un espacio, de un rostro. Caminábamos como si la nada se nos hubiera caído sobre cada hueso llevándonos hasta el límite. Hasta el límite de la cordura, de las emociones, de la piel misma. Estábamos sin palabras. Estamos sin palabras . . .

 ¿Qué nos ha pasado? ¿Dónde está mi barrio? ¿Dónde los sueños? ¿Dónde la sombra del árbol? ¿Dónde mis seres amados? ¿Dónde la foto de los abuelos? ¿Dónde el mate que me regaló papá? ¿Dónde todos los esfuerzos de una vida? ¿Dónde la plaza? ¿Dónde el jardín del patio? ¿¡Dónde!?

20/05/03

 

Segunda crónica

 

Años buscando la orilla del río, el albardón propicio para la pesca y una mateada. Años arrimándonos en los tiempos libres o como tiempo de trabajo, según la ocasión de cada cual. Íbamos al río.

 

De pronto, sin bullicio de su parte, l’agua del río me trajo la orilla a la ventana de casa y el albardón fue la terraza o el techo, según la ocasión de cada cual. El río vino.

 

Nos inundó de espumas, de trastos viejos, de animales arrasados y putrefactos, de aceites y ácidos y llegada la noche, el silbo de las balaceras, los gritos de reconocimientos, de música loca, de helicópteros, de pestilencia y, sobre todo, la radio. Ella estaba acompañando la ansiedad. El tiempo ya no era libre, según la ocasión de cada cuál. El río se había instalado.

 

Habitantes sorpresas de su lecho no había respuestas. Algunos balbuceos, algunas mentiras que decíamos y tratábamos de creer para no ser arrastrados por la riada. Cada claridad, tenue y plomiza por esos días, reverdecía de pequeños brotes de esperanza que se apagaban lentamente con el día y se hundían en l’agua. Pero algo quedaba, algo de espera aún permanecía. Algo que nos permitió estar aún hoy.

Y al otro día dale que dale, de nuevo. Con nuevas y malas noticias. Que otro barrio, que el parque del sur, que avanzaba atropellando las calles del centro de la ciudad. Que todo era río. Que la laguna Setúbal y que el riacho Santa Fe y que el Salado... que todo era uno y la ciudad, y los amigos, y los de más aquí y los de más allá, todos con el mismo horizonte... y la espera, la dura espera para retornar a los viejos andariveles donde nos reconocíamos a diario.

 

Y al otro día nuevos brotes. Pequeños haces de luz que sosteníamos en las manos, en los sombreros, en los bolsillos para volver a sembrarlos cada mañana en esos largos días.

 

Tercera crónica

 

Aquí estamos, protegidos de la intemperie severa incluido el invierno que se avecina, intentando sobrellevar nuestras vidas en estos predios de evacuados con gente de distintos lugares y de diversos barrios. Nos acomodaron y nos acomodamos como pudimos. Algunos tuvieron un poco más de suerte y fueron llevados a lugares más cómodos y con menos gente. Pero otros seguimos sufriendo el golpe en el espinazo de l’agua. Nos acompaña en nuestros fríos lechos, durmiendo sobre cartones, hasta que llegaron los primeros colchones y las primeras ropas. Nos sacamos la humedad de encima y nos vestimos con atuendos que manos generosas y compasivas nos hicieron llegar.

 

El frío carcomía nuestros pobres huesos. La poca comida ayudaba. El llanto de los niños, sus tocesitas nos acompañaban en las largas noches de espera. También el estar alerta para no ser sorprendido por los de siempre, por los que despedazan la gente con sus actos: fiolos, traficantes, abusadores.

 

Decían que venía la ayuda. Que ya nos alimentarían mejor. Que tendríamos abrigo. Y yo estaba entregado porque mis plegarias y mis pedidos y los de toda esta gente, se evaporaba en la lentitud de las horas.

 

Y uno no sabe qué hacer, qué hacer. Ha dejado atrás, en el barrio, todos los esfuerzos juntos. Aquél, a su caballo y su carro para recolectar basura, este otro perdió su pequeña despensa, aquel vendía cigarrillos, gaseosas y vino en su kiosco. Y ya no están esas cosas. Ya no están.

 

Sé que algunos se quedaron en los techos cuidando no sé qué. Que los chorros de siempre, que los oportunistas desmantelando lo poco que quedaba. Lo de siempre pero, eso sí, ahora en bote por las calles y a oscuras.

 

Cuarta crónica

 

Yo estuve ayudando sin saber a quién. Pero ayudé. Puse mi lancha, mi piragua, mis manos, mis ganas, mi tiempo. Fui hasta la orilla alucinada del río y di una mano. No sé cuántas horas pasaron. El tiempo se diluyó en la marea humana desprevenida de todo, se diluyó con el horizonte oeste de la ciudad, se sumergió en el Salado, ese río manso y largo que lleva el nombre de Juramento, por allá, en las montañas de Salta. Ese río manso que sacudió nuestra presencia de una forma abrupta, casi animal, incontenible. Ese río Salado se llevó, también, mi tiempo, mis fuerzas, mi voluntad junto a la de miles, junto a sus trastos, su cosas queridas, sus sueños.

Yo estuve ayudando sin saber a quién. ¿Importaba acaso?. Era yo en cada rostro, en cada mano, en cada mirada. Era yo transmutado recorriendo sin rumbo otra ciudad, no mi ciudad. Era otra ciudad. Era otro yo. Era el yo de la ciudad aturdido, con los pasos perdidos, con las manos ateridas y sin tener dónde sostenerse.

 

Estuve ayudando hasta el límite y lo seguí haciendo.

 

Lo seguí haciendo hasta que las fuerzas comenzaron a flaquear, hasta que la nafta de la lancha sólo tenía su olor y de dinero para comprarla ni señales, hasta que una gripe me volteó de espaldas, hasta que me quedé dormido pasándose la hora de cierto compromiso. Lo seguí haciendo hasta más allá de esas trabas que la vida nos regala.

 

Ahora estoy aquí, mirando el río ya en su cauce, recordando lo pasado como una pesadilla no deseada. Escuchando los discursos de disculpas, de “yo no fui”, atajando penales hasta con las sombras de ciertos responsables que quieren sacarse la soga del cuello. Ahora estoy aquí y lo digo: fuimos nosotros los que pudimos. En ello radica la esperanza.

 

Quinta crónica

 

Las aguas bajaron. La orilla del río se fue retirando de la ciudad, de los barrios, de éste barrio, de ésta cuadra, de mi casa. Y para ahí voy bajo la lúgubre luz de estos días grises, oscuros, obscenos.

 

Nunca fui inundado. Nunca me vi en esta situación. Nunca supuse que l’agua llegaría a besar mi ventana, adueñarse de mis espacios cotidianos, mecerse blonda en los lugares de mis seres cercanos y de mis cosas de años.

 

Y no puedo expresar toda esa sensación que me invade. No puedo. Voy viendo cada cosa que quedó y me voy despidiendo de ellas, una a una, con un adiós no definido, sabedor que quedará en mí todos y cada uno de estos actos. Decisión de dejar ir, de tirar aquello que está inutilizado, como de pronto, como si nada, como si todo, como si estuviese adherido a cada una de ellas sin mayores explicaciones.

 

Y me voy preguntando por lo que no veo. Me voy preguntando hacia qué rumbos se han ido a navegar todo lo que no veo. Sólo el espacio que dejaron, ese signo que indica el ya no esta, ya se fue. Usurpado por el río, cada espacio es testigo cierto y mudo de haber sido arrebatado en su intimidad. Y yo aquí, impotente, con las manos extendidas, la espalda encorvada, tirando, tirando.

Una montaña de trastos frente a mi casa. Se suma a otras, y a otras, y a otras. Una luna de olvidos necesarios se aloja en cada una de ellas. Un dolor, un llanto impronunciable. Y de pronto ese darse cuenta: l’agua puso a descubierto cuántas cosas tenía y no sabía para qué. De seguro las tenía guardadas para no sé qué oportunidad, qué evento propicio para mi vida.

 

Ahora estoy aquí aullando mi rabia, mi lejanía, mi inocencia. Escucho a los funcionarios con un cierto dejo. No sé bien para qué. Ellos tienen que darnos respuestas, no discursos. Transcurro esperanzado de que algo debo aprender. Tal vez que el río buscó su cauce. Que yo debo buscar el mío. Deberé, si puedo, sembrar soles. Pequeños soles en estos prados de angustia y dolor. Pequeños soles donde quepan pequeñas cosas iluminadas.

 

Sexta crónica

 

El día después

 

Vendaval de historias cruzadas por el mismo destino. No hay un por qué hay un ya está. Una vuelta de tuerca que no podemos deshacer. No sabemos bien para qué sirve.

 

Sí sabemos que estamos demudados. Volveremos a las fiestas posibles, a los pequeños actos cotidianos donde reconocernos, a las veredas que nos acompañan en nuestros andar. Ya se que no es lo mismo. Que algo cambió y no sólo externamente. El deambular de los vecinos, de la gente, es otro. Su mirada aún está sorprendida, sus gestos denotan ese algo que aconteció y no tienen traducciones en palabras.

 

El día después nos agobia porque, sin entender lo ocurrido, debemos empezar con el río en nuestras espaldas, con los gritos en las noches de espera, con el sueño alterado, con el reencuentro de lo perdido en otras cosas.

 

Debemos andar sin miramientos, aunque no veamos claro aún. Andar para que el camino se ensanche y haga posible. Andar sobre las aguas que no están, sobre el horizonte que vuelve a su juego, sobre los días que nos permiten reconocernos.

Este día después, lleno de nomeolvides, de intentos por seguir, de basura deambulando, de pudriciones agobiantes, de balaceras inconclusas y muertes no pensadas, de malandras anclados y mordiendo la miseria misma, de manos juntas que nos recuerdan que no estamos solos, de pequeñas miserias cotidianas, de grandezas inmedibles, de aprovechadores sin máscaras sobrevalorando el pan de cada día. Todo junto, a cada vuelta de la esquina, en cada acto. La ciudad se desnudó a sí misma. El río nos dejó a la intemperie. Y vimos lo que nunca vimos, seres que se instalaron donde nunca, la pobreza sin taparrabos, la marginación allí mismo en las veredas mostrando toda su vastedad.

 

Todo junto. Todo mezclado. La ciudad quedó mostrando lo que nunca. Y uno allí, en medio de ello, milagreando la mirada y señalando lo no señalado.

 

Séptima crónica

 

El tiempo marca su paso en la memoria. Hace ya un año que las aguas desmadraron su cauce y nos arrojó, a decenas de miles, a la intemperie absurda y desprolija de la noche y de los funcionarios.

Sólo me quedan imágenes fantasmales no precisas que acosan mis sueños. Imágenes que se fortalecen ante las ausencias y laceran lo más íntimo.

La memoria. Se fue. Se fue con l’agua. Toda mi historia se fue con l’agua que es decir mi propia identidad. Ya no puedo estirar la mano y decir: aquello me recuerda ... sólo, ante mi, la pared muda y golpeada donde ausentes retratos se extinguieron.

La memoria. La más reciente, nace del agua. Nace de esa noche del 29 de abril de 2003. Nadie sabía que estaba volviendo a nacer. Nadie lo sospechaba, siquiera. Pero fue un nacimiento duro y abrumador. Aún, de tan abrumados, sentimos l’agua golpeando en nuestros cuerpos. Sensación que nació junto a nosotros y para quedarse con nosotros. La llevamos puesta en lo oscuro de nuestras miradas. Allí ancló su estancia y no se irá.

La memoria. Por ello la intentamos recuperar. Por ello nos convocamos. Por ello la caminamos. Poblamos las calles con nuestro andar cada veintinueve para no olvidar. Para que no olviden. Para que no nos miren como los “chicos malos de la historia reciente”. A nosotros fue que nos pasó por sobre nuestros techos la catástrofe del río Salado, los que perdimos todo -lo poco o lo mucho que cada uno tenía.

La memoria del’agua esta presente aullando en nuestros miedos, en nuestra intemperie y desolación interior, en nuestra busca de identidades disueltas.

Este artculo tiene del autor.

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