El galo Sidonio Apolinar levantó la cabeza, contempló en sordo silencio los vetustos edificios de Narbona: vagaba sin rumbo fijo por aquella inmensa orbe, o al menos eso le parecÃa a él. Las casas, el capitolio, los acueductos, el circo, las palestras, comenzaban a ser iluminados por los primeros débiles rayos solares.
Meditaba.
Aquella si que era una sublime ciudad, muy apropiada para que en ella tuvieran lugar tan hermosos episodios intelectuales como cuando los retores Gabundus y Terentius pasaron dos semanas sin hacer otra cosa que discutir sobre el vocativo de ego.
¡Ah!... Tiempos gloriosos estos, afortunados por abrigar en su seno a tan grandes hombres, dispuestos por su ciencia incluso de llegar a las manos.
También tiempos gloriosos los de los pensadores africanos: Apuleyo, Frontón...
Sidonio estaba sumido en estas cavilaciones cuando percibió el gélido aroma de la mañana lluviosa. Su mirada se clavó en una de las muchas ventanas de la calle. Una mujer y una vieja lo observaban.
Cierran, se apresuran, la joven se sonroja, la anciana crispa el rostro.
Les agrada. ¿Les agrada?
Apolinar desvió su ruta, trataba de evitar el callejón donde los soldados ayer habÃan encontrado un cadáver. Miedos urbanos. Prefiero el campo. Es desolado. Tranquilidad.
Aunque a veces la tranquilidad, la quietud, es peligrosa.
Su pulso se aceleró. ¿Nervioso?
– Sà - dijo sin razón aparente -. SÃ. Nervioso.
La calma madriguera. Es algo siniestra.
He perdido el hilo. ¿Y ahora que viene?
– DÃmelo tú - profirió Sidonio con voz pausada. Luego se detuvo. HabÃa algo raro.
Aparta tu pútrido hálito de bestia telúrea. Sabes que te controlo, ¿lo sabes?
– Eso creo.
Se estaba volviendo loco, ¿a quién le hablaba?
Aguarden un momento, esto es ridÃculo, ¿por qué tantas preguntas?
– Porque asà debe ser - se quedó helado, estaba seguro de no haber querido decir nada.
Narbona, extraña Narbona.
Paró en seco. De pronto: el callejón. Pero si lo habÃa deseado evitar o ¿habÃan deseado que él lo deseara evitar?
Cosa inevitable. Se convertÃa en una criatura literaria: El asesino. Me vio ante él. Me odiaba por jugar con su persona. Me estranguló.
Salà del callejón, dejando a mi vÃctima, a mi demiurgo yaciendo inerte en el suelo. Las ciudades son maravillosas.
– Esto es ridÃculo, ¿por qué razón tantas interrogantes?
Deja de preguntar, estúpido. Estas cosa funcionan de esta manera.
Las ciudades son asÃ: extrañas. Narbona es asÃ: extraña.