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Llega a las die’

Frank Otero Luque

Perú



Viajaba totalmente solo de Puerto La Cruz a Caracas, acababa de pasar la Laguna de Tacarigua, cuando se pinchó el caucho delantero derecho de mi auto. Sujeté el volante con todas mis fuerzas, desaceleré y luché conmigo mismo para evitar la natural tentación de aplicar los frenos. Era agosto, pero no llovía. El trecho de pista era recto. No tenía carros por delante, no venían por detrás ni en contra. Dios todavía no había reservado un pasaje para mí. Con esta convicción, logré dominar el auto en pocos segundos y orillarlo a la derecha. “Me has salvado de una buena”, agradecí en voz baja al escapulario de la Virgen de la Chiquinquirá, a falta de uno de la Virgen del Tránsito, que colgaba del espejo retrovisor.

Tan pronto recobré el aliento, me bajé e hice un balance de la situación: caucho inservible, cinco mil bolívares como todo capital y ganas de entrar al baño. Recordaba haber pasado hacía unos minutos por un parador llamado ostentosamente “El Rey del Pescado”. Los venezolanos son particulares para sus avisos: “Sí, hay coco frío”, para anunciar agua de coco; “Fría por cajas”: cerveza; o algo tan insólito como “Arepera y Cauchera”: taguara donde el mismo dependiente que sirve arepas también sabe cambiar cauchos. ¡Gol! Justamente lo que necesitaba.

La mañana estaba fresca, pero caminé unos cuantos metros y el clima se convirtió en un infierno. Ni un solo coche o camión para pedir la cola . Era como si el tiempo se hubiese detenido, salvo por las ganas cada vez más intensas de evacuar mis intestinos. ¿Para qué había comido la noche anterior tantas empanadas de cazón en el terminal del ferry?
Si bien eran deliciosas, siempre me resultaban indigestas a esas horas. Y, sobre todo, en esa medida.

Llegué jadeando al “Emporio del Pescado”. No había sido un simple”reinado”, como creía. Los venezolanos orientales se parecen a los brasileños en lo exagerados. Si hablasen portugués, de seguro le hubiesen puesto algo así como: “O rei do pescado maior do mundo” . Las ventanas -esas de madera que se abren hacia arriba y que luego, sujetas con un palo, sirven de toldo- estaban cerradas; mejor dicho clausuradas. Ahí no había un alma, ni un perro, ni siquiera un ave. La Laguna de Tacarigua se caracteriza por sus garzas, pero esa mañana debieron haber migrado a algún otro planeta.

Finalmente, con los talones de las medias remangados en las plantas de mis pies, y la piel como carne de gallina debido a mi urgencia escatológica, arribé a la anhelada
“Arepera y Cauchera”. Al divisarme desde el techo del establecimiento, una negra vieja, muy gorda, que estaba tendiendo ropa, me gritó: “Llega a las die’”, con voz nasal y gangosa.

– Señora: ¿podría prestarme un baño? -repliqué. La vieja formó un pico con su bemba y con él me señaló un cuartucho de cañas cercano a la laguna.

Aquel mosquero era indescriptible, el olor insoportable, pero creo no haber sentido jamás tanta satisfacción como la que me dio el haberme quitado ese “peso” de encima. Por supuesto, no había “papel toilette” (estos venezolanos son cosa seria con sus expresiones), así que mis sudadas medias fueron perfectas candidatas para tan justificado fin.

Salí del cuartucho y me acerqué donde la señora, pero la mujer siguió tendiendo las prendas como si yo no existiera. Me paré al lado de ella, dos metros más abajo, me cubrí los ojos del sol y, levantando la cara para atisbar su “silueta”, le pedí un poco de agua, con voz amable y relajada; laxada, diría yo. Nuevamente, la negra hizo un pico con su boca y apuntó hacia la laguna. “¡Vieja ‘e mierda!”, pensé. Así que, en revanchista actitud infantil, me dirigí a la orilla, me saqué los zapatos -que los tenía adheridos a los pies; algo así como una segunda piel-, me bajé los pantalones y los “interiores” (otro gracioso término venezolano) y, al distinguir la expresión de sorpresa de la vieja, que ahora sí me miraba con franco descaro, hice un pico con mi boca y me señalé el pájaro.

Noté que ella soltó la sábana que tenía en las manos y desapareció rápidamente de mi vista, adentrándose en la azotea. “¡Qué coño!” , me dije. Me “calatee” totalmente y me zambullí en el agua. En medio de toda mi desgracia (caucho pinchado y sin dinero), ya había experimentado dos inmensos placeres: cagar y bañarme.

Al cabo de unos minutos, se apareció un negro joven y fornido (era enorme) meneando una rama de guarango espino de modo desafiante. “¡Bolo ahí!” , me dijo, extendiendo su mano. Quería plata el muy coño . Sin responderle, salí de la laguna y caminé hacia una piedra donde había colocado mi ropa. El negro se sonrió al apreciar mi masculinidad, que a él, proporcionalmente, debió haberle parecido mi “minusculidad”. Me vestí tan rápidamente como pude, mojado y todo, me calcé los zapatos y, ahora sí, de igual a igual, le pregunté qué quería.

– Â¡Bolo ahí! -me repitió, extendiéndome nuevamente la mano.

– No tengo real -le contesté. Me alcanza con las justas para cambiar un caucho y largarme pa’ Caracas.

– Â¡Bolo ahí! -insistió. ¿Pa’ qué te bañaste en mi laguna si no tenías real?

La boca se me secó del susto.

– Â¡No te voy a pagar un coño ! -le dije con decisión. La laguna es un lugar público -La voz me salió áspera.

– Â¡Bolo ahí, catirito , o-vas-a-ve’quién-e’ Juan Eloy! -Parecía drogado.

Si extraía la cartera del bolsillo para darle unas monedas, corría el riesgo de que me la arrebatara con el poco, pero único dinero que traía conmigo. Y si me negaba, este negro coñoesumadre seguramente iba a sacarme la gran puta y a robarme de todos modos. Reflexionaba sobre esto, cuando Kunta Kinti hizo un brusco movimiento hacia adelante, intimidándome aun más, así que instintivamente partí la carrera en dirección contraria.

El negro me siguió. Incluso descalzo, tenía más pique que yo. Corrí con desesperación hasta la carretera, donde milagrosamente, cuando ya había aflojado el paso y estaba a punto de desmayarme, se detuvo una ruinosa camioneta y el conductor me abrió la puerta del copiloto, invitándome a subir.

Sin haber terminado de acomodarme en el asiento, descubrí con sorpresa que mi benefactor era, ni más ni menos, la negra bembona que tendía en el cordel...

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Fotograf?a de Eva Lewitus

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