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Cultura en Argentina (XV): Del Homo Sapiens al Cromagnon

Carlos O. Antognazzi

Argentina



El modo en que se ha denominado al desastre del 30/12/04 en el reducto República Cromagnon, de Buenos Aires, exige una corrección: como en el caso de la inundación de Santa Fe en 2003, no puede hablarse de «tragedia» (como han estado haciendo diversos medios), porque los dioses no intervinieron. Sí hubo falencias humanas, que, como tales, pudieron evitarse. El adjetivo debe rectificarse. No por un prurito idiomático, sino porque el lenguaje no es inocuo y a fuerza de violentarlo transferimos la culpabilidad humana a otra parte: si los hombres no son culpables, nadie puede ser castigado. Y seguimos sin aprender la lección para que no se repita la desgracia.

Cultura en Argentina (XV):
Del Homo Sapiens al Cromagnon

El modo en que se ha denominado al desastre del 30/12/04 en el reducto República Cromagnon, de Buenos Aires, exige una corrección: como en el caso de la inundación de Santa Fe en 2003, no puede hablarse de «tragedia» (como han estado haciendo diversos medios), porque los dioses no intervinieron. Sí hubo falencias humanas, que, como tales, pudieron evitarse. El adjetivo debe rectificarse. No por un prurito idiomático, sino porque el lenguaje no es inocuo y a fuerza de violentarlo transferimos la culpabilidad humana a otra parte: si los hombres no son culpables, nadie puede ser castigado. Y seguimos sin aprender la lección para que no se repita la desgracia.

Hubo buenos análisis en La Nación del 04/01/05 (No es un reclamo, sino una suma de broncas y demandas, de Claudio A. Jacquelin, y El argentino tipo o un tipo de argentino, de Daniel Arcucci), del 05/01/05 (Porque el dolor no aplaude, de Joaquín Morales Solá, y Zapatillas calientes, remeras sudadas, de Abel Posse) y del 06/01/05 (El error humano como hábito, de Diego Mazzei, y Que no nos pase lo del 2001, de José Ignacio López): todos hacen hincapié en la idiosincrasia del argentino, en que dentro de las críticas a Omar Chabán y al Gobierno nadie señaló a quienes arrojaron bengalas, y el insostenible silencio del Presidente, que siguió de vacaciones en Santa Cruz cuando desde el extranjero diversos mandatarios aportaron sus condolencias. Recién cuando la prensa lo denunció Kirchner balbució una frase de ocasión y adelantó un día su regreso. Ya habían ocurrido en Capital Federal dos manifestaciones de marcado tono agresivo. Una vez más, Kirchner reaccionó tarde. Y fue rebautizado: ahora es Avestruz, no Pingüino.

El Presidente porfía en no aprender: eligió callar cuatro días, criticó el quinto. Como acostumbra, vapuleó al periodismo sin dar nombres. Las puyas, de todas formas, apuntaron a los medios extranjeros y a Morales Solá, quienes señalaron su (in) conducta. Ninguno las merecía. El periodismo serio no inventa la realidad, la presenta. Si Kirchner realmente estaba trabajando, como aseguró, debió hacerlo notar. El elogio del silencio que hizo el ministro del Interior Aníbal Fernández evidenció el patetismo del obsecuente: defendió lo indefendible.

El pasado que vuelve

Se dice que la desprotección de la sociedad tiene un límite. Pero los argentinos elastizamos ese límite. ¿No fue un límite la explosión de Río Tercero, en Córdoba? ¿No lo fueron la Embajada de Israel y la AMIA? ¿No lo fue el asesinato de Cabezas o el de Axel Blumberg? ¿No lo fue la escuela de Carmen de Patagones? ¿O la inundación en Santa Fe de 2003? ¿Y el avión de LAPA? ¿Y los mineros de Río Turbio? ¿Y la bengala en la cancha de Boca? ¿Y el robo a los ahorristas con el corralito y la pesificación coercitiva por parte del Estado? ¿Los muertos por picadas de autos? Siempre hay un límite, y siempre encontramos la forma de forzarlo y de otorgar impunidad a los culpables. Como los culpables en primer grado somos nosotros, aunque con diferentes responsabilidades, la impunidad se vuelve autodefensa. No aprendemos de los errores de otros países, y menos de los propios. Hace once años se incendiaba la confitería Kheyvis, dejando 17 muertos. Como vulneramos la verdad y alentamos la desmemoria, ahora se incendia República Cromagnon y los muertos suman 189. ¿Propiciaremos una tercera fecha para redefinir el límite?

El síntoma encierra una condena. Hasta tanto no se piense qué es lo que deseamos evitar, y cómo, no conseguiremos ser un país serio y continuaremos de desgracia en desgracia. El presagio más claro es la violencia: no se trata solamente de secuestros o asesinatos, sino de esa violencia solapada que actúa desde los gestos y la desaprensión, emparentada con el anonimato que produce la multitud. Es difícil que alguien actúe igual inmerso en la turba que solo y en la calle. El grupo anula ciertos mecanismos y propicia otros, que excitan el animal que llevamos dentro. La turba anula, en definitiva, la pátina de cultura que nos hace sociables. Lo sabemos, pero insistimos sin resguardarnos.

La carencia de conducta cívica está minando la sociedad. Llevar pirotecnia a un lugar cerrado y menospreciar el alerta es parte de esta incultura: cuando Chabán pidió que no se dispararan bengalas, le respondió un aullido multitudinario e irracional: «¡botón, botón!». Acto seguido un trasgresor arrojó la primera bengala. Se consumaba el círculo de la barbarie.

Factores convergentes

Hay un yerro descomunal en lo que se entiende por libertad. La juventud (la categoría es ambigua y general, pero un artículo breve no puede precisar demasiadas cosas) año tras año es marginada y acostumbrada al menor esfuerzo. Ni se estudia como hace unas décadas, ni se exige responsabilidad. Los factores son múltiples y oscilan entre la desesperanza de los padres al desinterés por lo público (lo que es de todos no es de nadie, y lo que no es de nadie puede ser destruido sin que haya responsables ni castigos). Así el patrimonio público es menoscabado por quienes se dicen “rebeldes”. Forzando el idioma, la palabra «trasgresor» se tomó como símbolo positivo: hoy los transgresores no son delincuentes, sino “pícaros” que ejercen su “libertad” (que en ese ejercicio asesinen a propios y extraños no cuenta). También nos cabe la culpa del eufemismo.

Si nadie llevaba una bengala ni la arrojaba, nada habría ocurrido. Tampoco si las puertas de emergencia estaban abiertas, si el techo no tenía material inflamable, si el local contaba con el sistema para incendio ni si no había 3000 personas en un espacio para 1037. Si uno de estos factores se evitaba se habría evitado la desgracia. La suma de yerros, que es la suma de (ir) responsabilidades, provocó el desastre. Por separado estos factores son inocuos. De allí que nadie le creyó a Chabán: «es una joda, loco, mirá si una bengala te va a matar» (sic. La Nación, 02/01/05, p. 13), argumentaría como imbécil, después del desastre, un joven herido. La incultura es sinónima de estupidez.

El grupo “Callejeros” mencionaba en su página web a las bengalas como parte del espectáculo, y alentaban a sus seguidores a usarlas. La noche anterior la banda había actuado en República Cromagnon, y Chabán también había pedido que no se arrojaran.

Luego de una calamidad similar en Estados Unidos cambiaron las reglamentaciones, y entre otras cosas se estableció que todo espacio cerrado con capacidad para más de cien personas debe tener un sistema para incendios. Incluidas las Iglesias.

Manifestaciones preocupantes

Alguien llevó un arma a la escuela de Carmen de Patagones, y hubo muertos. Uno puede preguntarse si es misión de la escuela chequear para los alumnos, y quizás, aunque suene excesivo, la respuesta debe ser afirmativa. Lo que no impide que, simultáneamente, haya que inocular en los padres la idea elemental de que las armas no pueden estar al alcance de los hijos.

De la misma manera es imprescindible una campaña para los alumnos sobre los deberes que les competen. La idea que arrastra la sociedad argentina de las últimas décadas es que los estudiantes sólo tienen derechos, pero no obligaciones. Es una falacia explosiva cuando, además, esa juventud carece de horizontes. El resultado de esta actitud es lo que sufrimos hoy. Si hay una responsabilidad penal para el Gobierno y los bomberos por no controlar como corresponde o por manejarse con leyes y reglamentos anodinos, que propician las desgracias en lugar de evitarlas, debe haberla también para los propietarios del local y para los que llevaron y arrojaron pirotecnia. La “gracia” de esos “cancheros” produjo las muertes.

No se trata sólo de la educación impartida en la escuela, sino fundamentalmente de la que los padres deben inculcar en la casa. Claro que si esos padres llevan a una criatura al recital para encerrarla en un baño a modo de “guardería” poco se puede esperar. De nada sirven las leyes cuando no están incorporadas como deberes en el ideario colectivo. Los mejores países del mundo no son los que tienen mejores leyes, sino aquellos en donde los ciudadanos acatan voluntariamente el sentido común de la responsabilidad cívica.

La incultura, la falta de educación y/o su falla, nos está llevando a un terreno sin salida, al ritmo sincopado del tamboril. Y como tal funcionan ciertos cerebros, imposibilitados de generar una buena sinapsis. Involucionamos al Cromagnon. Y quizá de él al Neandertal. En este viaje a la semilla nos hundimos en nuestra propia miseria. Las manifestaciones que hubo contra el Gobierno, y la agresión a Juan Carlos Blumberg y a la policía, al margen de los infiltrados de Quebracho, dan cuenta de la impotencia y el deseo de destruir, pero siempre en forma centrífuga. De esa forma se conseguirá algún chivo expiatorio con mayor o menor culpabilidad objetiva en el hecho, pero no se corregirá el mal de raíz: la falta de cultura cívica, el no comprometerse, el tolerar la corrupción en lugar de denunciarla, el delinquir para erigirse en emblema positivo de una sociedad inconsciente. ¿No fue aplaudido el violador serial de Córdoba durante su entierro? Este abusador constituye un referente para los que lo celebraron denigrando a más de 60 mujeres que esperan justicia. Las víctimas fueron, así, nuevamente violadas. El violador se multiplicó en sus acólitos.

En República Cromagnon murieron 62 menores, incluyendo un bebé de diez meses. No concurrió solo, evidentemente. Hubo adultos que entregaron a sus hijos a la orgía de decibeles y aullidos. Ninguno se asumió culpable por haberlo llevado a un lugar en donde la ley, además del sentido común, lo prohíbe. Mal que les pese, estos padres que ahora exigen justicia son tan delincuentes como los que no acondicionaron el local como corresponde, los que no controlaron y los que no educaron. En este drama hay muchas deudas compartidas. Y si no consensuamos racionalmente un límite inamovible seguiremos retrocediendo.

© Carlos O. Antognazzi.
Escritor.

Publicado en el diario “Castellanos” (Rafaela, Santa Fe, República Argentina) el 14/01/2005, y en el periódico “El Santotomesino” (Santo Tomé, Santa Fe, Argentina) de enero de 2005. Copyright: Carlos O. Antognazzi, 2005.

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Este artículo tiene © del autor.

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