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A Denis

 

ATARDECER

 

Todas las tardes, a la misma hora, con paso tranquilo se dirigía hacia el cenador que había al fondo del jardín. Desde él se tenía una visión maravillosa del mar; un mar que le cautivó desde el primer día y que hizo que comprase la casa del acantilado, hace ya unas cuantas décadas, a la que venía a descansar y en la que, finalmente, fijó su residencia.

Hoy no era una tarde más en su solitaria  vida; era la tarde de los recuerdos, de todos los recuerdos tristes y alegres, malos y buenos, pero especialmente era la tarde de uno de ellos...

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El cielo poco a poco se teñía con todas las gamas de violetas, naranjas, rojos y amarillos que hacen tan hermosas las puestas de sol a este lado del Mediterráneo. La luz del día, perezosamente, se marchaba. Los setos del jardín, los árboles, todas las cosas iban perdiendo su forma confundiéndose con las sombras. Las estrellas iban a apareciendo en el cielo como si se tratara de fuegos de artificio. Un tenue pero penetrante olor a algas llegaba hasta el cenador.

Me gusta esta hora y me gusta estar solo. ¡Es mi hora! Me gustan estos momentos de soledad que una vez compartí.

También es cuando los recuerdos afloran a la piel. Especialmente ése- que nunca nombro, que nunca olvido- Vuelve cada día, a la misma hora, puntual, con toda la crudeza, amargura e intensidad de aquel atardecer. Su frescura no es de ayer, sino de hoy, de este preciso momento.

No importa el tiempo que ha pasado. Ya no sé si son horas, días, meses o años. ¡Qué más da! El tiempo que debería haberlo borrado o mitigado- según dicen- es lo de menos. Sigo haciéndome las mismas preguntas que me hice entonces. Obtengo siempre la misma respuesta: silencio

La herida, sin embargo, esta ahí, abierta, sangrante, fresca, dolorosa, recién hecha. Es lo único que me queda. Por eso no quiero, no dejo que se cierre y este es el motivo por el que no comparto esta hora con nadie.

No quiero que se piense que es un acto masoquista. Nada más lejos. Es que necesito comprender, necesito saber para, después, cerrarla, para poder enterrarla. Necesito saber qué es lo que pasó, en aquel atardecer, cuando mirándome a los ojo, con ese tono de voz, tan tuyo, lleno de los matices más cálidos, me dijiste adiós. Necesito saber porque estrellaste tu coche… Necesito saber…

También es el momento en que siempre leo ese poema nazarita que tanto te gustaba

 

 Paseo en otoño

 Nunca mis ojos contemplaron tanta belleza,
 ni a mis oídos llegaron trinos tan armoniosos,
 ni mi olfato se embriagó con tantos aromas.
 Era el paraíso de los sentido y yo su dios.

 

 Grité tu nombre y
  me respondió el silencio.
 Alargué mi mano y
  encontré el vacío.

 

 Un ruiseñor me cantó al oído: espera.
 El agua me susurró: no tengas prisa.
 El bosque abrió sus brazos y me arrulló.

 

  M.A.

 

Puede que algún día, sin esperarlo, llegue la respuesta y entonces, sólo entonces, pueda compartir otra vez estos atardeceres... Un día más, una tarde más.

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El periódico local de una forma escueta, fría, impersonal publicó la noticia: “El secretario del célebre escritor M. J. Morgan ha sufrido un accidente mientras circulaba por la carretera del acantilado resultando muerto. En estos momentos se está intentado determinar las posibles causas del accidente...”

 

 
Meria Albari
En Baza a 15 de julio de 2005

Este artículo tiene © del autor.

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