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ALGUIEN RONCA EN EL CUARTO

Marie Rojas Tamayo

Cuba




 

A mis hijos Sarah Graziella y Ray
 

 Miguel no podía dormir por causa de los ronquidos del abuelo.

 Desde que nació su hermanita lo habían trasladado al cuarto del abuelo, con el pretexto de que era más amplio y no lo molestaría el llanto de la bebé. Pero no contaron con los ronquidos. El abuelo roncaba no más posar la cabeza en la almohada, como si muchos leñadores se hubieran puesto de acuerdo para taladrar un bosque de pinos. 

 Mas aquella noche sucedió algo diferente. Cuando comenzaron los sonidos “ronc, ronc, ronc, ronc”, descubrió que su abuelo aún estaba despierto, mirándolo con los ojos muy abiertos.

 - ¿Quién está roncando, Miguelito? – preguntó, sentándose en la cama.

 - No sé, normalmente eres tú quien lo hace.

 - ¡Pamplinas! ¡Yo no ronco! – se rascó la calva y saltó de la cama - Vamos a buscar de dónde vienen los sonidos.

 Encendieron las luces y miraron en cada rincón del cuarto. Nada. Lo peor es que afuera, lo mismo saliendo por la puerta hacia la sala, que saltando por la ventana hacia el patio, encontraban un silencio absoluto. Cuando volvían al cuarto, allí estaban los ronquidos, algunos más bajos, otros más agudos, iguales a los que emitía el abuelo, pero sin él, porque el abuelo estaba a su lado, contemplándolo estupefacto.

 Al final el abuelo decidió que había que dormir, no iba a alterar su horario de sueño porque a algún fantasma bribón le hubiera dado por roncar. Le dio una linterna a Miguel, aclarándole que no la encendiera por gusto para no gastarle las baterías. Al momento estaba sumando sus “ronc, ronc, ronc” a los que ya ocupaban el cuarto.

 ¡Ahora sí estaba buena la cosa! Si con el abuelo roncando no podía conciliar el sueño, ¿cómo pretendían que lo hiciera ahora, con un eco para cada vuelta de la sierra cortadora de pinos? Se cubrió la cabeza con la sábana, puso la almohada encima... Emergió jadeando, sudoroso, descubriendo que tenía un excelente sentido de la audición, capaz de traspasar murallas… y que a través de la almohada no se puede respirar.

 Estaba pensando contar ovejas cuando un nuevo sonido lo sorprendió: ahora no eran dos, sino tres ronquidos. Apenas tuvo tiempo de incorporarse de la cama cuando uno más se sumó al extraño coro. Encendió la linterna y se acercó a su abuelo dormido. ¡Tenía tal expresión de contento! 

 Una tenue luz frente a él le hizo alzar los ojos. Vio un cuarto muy semejante al suyo, en él un niño verde, de orejas puntiagudas, farol en mano, contemplaba dormir a un viejo ogro de larguísima barba.

 Más allá se iluminó una sutil lamparita hecha de luciérnagas. Un elfo vigilaba el sueño de un abuelo con alas, roncando en su cama de hojas.

 Bajo el mar, a la inasible luz de una perla, un pequeño mitad humano, mitad pez, contaba las burbujas sonoras que salían de los labios de su abuelo. 

 En otra galaxia, un ser emitía rayos de luz desde sus tentáculos para iluminar la noche de un abuelo que roncaba. 

 Desde su cápsula de sueños, el niño perfecto intentaba adormecerse, a pesar de los sonidos que salían de los labios del científico que lo había creado.

 Miguel comprendió que existen mundos paralelos, vidas semejantes, y que lo que hacemos o pensamos, en cierto modo los afecta, para bien o para mal, como un eco que se repite infinitamente.

 Entendió, mientras regresaba a su camita, que algunos abuelitos roncan porque no pueden evitarlo, que era su negativa a reconocerlo lo que le impedía dormir. Mientras él no lo aceptara, tampoco lo harían los nietos que en otros mundos habían encendido sus luces.

 Y arrullado por los sonidos “ronc, ronc, ronc”, que ahora se le antojaban una canción de cuna, apagó su linterna y se durmió. Desde infinitos mundos, otros niños viajaron al país de los sueños.
 

Marié Rojas
 

Este artículo tiene © del autor.

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