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PORTBOU, LA PRIMERA ESTACIÓN

FRAGMENTO

Valentín Justel Tejedor

España



La imponente marquesina semiesférica de la estación de ferrocarril de Port bou, con sus bruñidos arcos y esplendentes travesaños, exhibía su sobria elegancia.

A través de los diáfanos y translúcidos vidrios cenitales de la soberbia estructura, se filtraban con matemática oblicuidad, los güeros y ambarinos rayos de sol.

La refulgencia creada en el interior de aquella catedral ferroviaria, describía un espacio áureo, y a la vez ceniciento, como si su intimidad estuviera conformada por un velo invisible de oro y plata.

En la playa de vías, tendida entre los tres andenes apaisados, se encontraba estacionado en la vía uno, - las más próxima a la edificación de servicios de la estación- el Talgo de Montpellier, siempre fiel a su cita de las 18:37. Su característica franja rojiza, exornaba longitudinalmente el convoy, desde el furgón de cola hasta la cabeza motriz.

Apenas faltaba un minuto para que aquel tren iniciara su salida. El reloj orbicular situado, junto al andén, en el careado de la edificación del apeadero, marcaba inexorable las 18:41. El jefe de estación salió apresurado y comenzó a agitar su banderola, coloreada por un intenso color sanguino. Los rumorosos motores de la locomotora diesel comenzaron a intensificar sus revoluciones.

En ese instante, apareció al fondo del andén Pere Agramunt; un joven gerundense, que pretendía iniciar una aventura de vida, en la vecina Francia. Su carrera era desesperada zancajeando la plataforma del andén a una velocidad inusitada. Portaba una pequeña maleta y un sombrero Panamá, que voló como si se tratara de un pequeño foque arrastrado por la inopinada tramontana. Fatigado consiguió alcanzar una de las puertas todavía abierta del convoy.

Como si el tren lo hubiese estado esperando, nada más entrar en el vagón se escuchó un sonido estridente y prolongado, que provenía de la locomotora tractora con el que ésta anunciaba su salida; eran las 18:42.

Premiosamente, el tren articulado, comenzó su rodadura, deslizando sus plúmbeas llantas, por los gríseos y pulidos raíles. El traqueteo cada vez se hacía más frecuente, sus breves e inesperados movimientos a ambos lados de la marcha, conseguían desplazar pendularmente, a los viajeros.

Desde la estación, todavía se vislumbraban las luces rojizas del furgón de cola, que cada vez titilaban con menor intensidad, debido a la paulatina lejanía. El convoy se alejaba zigzagueando entre los curvocóncavos y convexos railes próximos al túnel, que le separaba de Cerbère.

Ya en el interior del vagón, Pere buscaba su cartera para entregar al revisor del tren su billete. Escrutaba todos sus bolsillos una y otra vez, mientras aquel serio supervisor, cada vez estaba más cercano a su butaca. Pere comenzó a sudar, y un breve escalofrió recorrió su cuerpo, al pensar que quizá hubiera perdido, documentación, dinero y fotos de sus parientes, en aquella desenfrenada carrera por los andenes.

De repente, una voz le dijo:

- Disculpe joven, ahí en el suelo, a sus pies, se encuentra una cartera, quizá sea suya.

- Pere, al escuchar aquellas palabras de uno de los viajeros próximos a su asiento, suspiró aliviado. Respondiendo con un afectuoso:

- ¡Muchas gracias!, Señor.

Su gesto en un instante cambió por completo, y toda su preocupación se tornó en alegría.

En ese momento el supervisor, llegó hasta donde se encontraba la plaza de Pere, solicitándole el billete.

Pere, no tardó ni un instante en entregárselo, con una agradable sonrisa en su rostro, a la vez que pronunciaba unas amables palabras.

- Aquí tiene, Señor, mi destino es Montpellier.

El supervisor una vez ticó el billete, se lo devolvió, pronunciando:

-Buen viaje caballero…. 

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