La zarracina se presentó de improviso, grisa, lienta e impetuosa. Sus frescas rachas iban acompañadas de álgidas salpicaduras de lluvia. La gente presurosa, huía arredrada del repentino e inclemente aguacero primaveral. La tormenta formaba inesperadas torvillas y remolinos, que giraban en espiral, arrastrando hacia su eje la fruslería, que por allí se hallaba. El centrípeto y helicoidal desplazamiento, elevaba las deterioradas zarandajas en ascendente barrena, a las obnoxias alturas. Allá arriba, el racheado viento las alejaba, bamboleando sus anversos y reversos, mientras persistía la molesta galúa.
Walter llegó a la puerta de su casa completamente empapado. Abrió el tachonado portón con celeridad. Seguidamente, cruzó un diáfano patio, cuyo encharcado embaldosado, estaba formado por cuadros de dos colores, dispuestos como las casillas de un tablero de ajedrez. El abundante testeraje que exornaba el atrio, exhibía unas hojas acharoladas y brillantes, impregnadas por una lienta capa aguanosa.
El agua de lluvia continuaba resbalando por las imbricadas tejas, que integraban las techumbres a dos aguas del centenario casón. El ácueo flujo, era recogido por los descubiertos y levemente declinados canalones, protegidos por enladrilladas atarjeas. La dinámica corriente, confluía en las verticales tuberías, que vertían el abundante aguaje, desembarazadamente sobre la superficie del peristilo. El emparrillado sumidero central, drenaba dificultosamente las acuosas arriadas.
Eran ya cerca de las once de la noche, cuando cesó la lluvia. En la quietud del noctívago conticinio, se escuchaba la vocinglería altisonante y la barahúnda de un cercano burdel. En aquella casa de lenocinio, -un antiguo cabaret sicalíptico-, los goliardos y gurruminos ebrios, solían piropear a las bacantes, perendejas y suripantas que caminaban de cernidillo. Aunque más grave y deleznable resultaba escuchar, a algún inicuo desalmado, de pensamiento delusivo, zaherir a cualquiera de aquellas jóvenes pizpicuelas, y de moral distraída (…)