Su actitud recalcitrante y obstinada, venía condicionada por su renitencia y noluntad, a deshacerse de aquellas feraces heredades, próximas a Aix en Provence. Su nolición, era firme e inquebrantable, pues no en vano, en aquellas campas habían transcurrido los momentos más maravillosos de su vida.
Pierre en su encerrada soledad, mientras raciocinaba entre los cogujones, no dejaba de pensar en cada uno de aquellos instantes, con retrospectiva nostalgia.
Reconstruía con súbita y vivaz vehemencia, los días en que su padre le enseñó a montar en bicicleta, yendo a su lado, con andares presurosos, mientras sostenía con una de sus manos el manillar, y con la otra el trasportín. En aquella época no existían los estabiciclos, y en incontables ocasiones, cuando Pierre encarrilaba el camino sin la ayuda de su padre, la bicicleta zigzagueaba de un lado al otro del sendero, hasta que por unas o por otras causas, la Orbea besaba el polvoriento suelo, cayendo su ocupante sobre algún inoportuno abrojo o zarzal. Desde la distancia, su padre le preguntaba sobresaltado por su estado, a lo que el muchacho se levantaba del suelo, presto y raudo, demostrando su indemnidad.
Pierre, también recordaba aquellos días en que su progenitor le enseñó a nadar en una laguna existente en la propiedad. Revivía con entusiasmo aquellos momentos en que su padre le sujetaba con sus dos manos del abdomen, mientras Pierre chapoteaba con sus brazos y piernas, originando albugíneas salpicaduras y enérgicos rociones. En ocasiones, su padre le agarraba de los brazos deslizándole sobre el torso, como carena de balandro, sobre la superficie de las dúlcidas aguas. A veces, su padre extendía su cuerpo, y con él sus extremidades, flotando inmóvil como si estuviera yerto, aunque en realidad yacía en reposada quietud.
De entre todos aquellos momentos agradables que Pierre recordaba, sin duda había uno muy especial, y era aquel en que su padre se sentaba junto a él sobre una escusabaraja, situada en el exterior de la casona. Allí, ambos permanecían durante largo tiempo columbrando como pacía el ganado en una cercana dula. Inopinadamente, escuchaban el idiofónico sonido, grave y reverberante de los cencerros. Así, mientras conversaban, dirigían sus miradas, unas veces hacia los violáceos campos de lavanda, que se mecían al compás del viento, como verdaderos océanos purpúreos; otras veces vislumbraban un propincuo e infinito campo de girasoles. El vasto agro sembrado de heliotropos, disponía sus ringleras en equidistante y extraordinaria alineación. Aunque, lo que resultaba verdaderamente mirífico era contemplar la danza de los jaldes girasoles, desplazando sus áureos y amarantos corazones hacia el refulgente claror del mediodía (…)