La primavera llegaba como una ola de amor, de felicidad en el corazón de los londinenses. El aire suave y perfumado habÃa perdido toda su humedad y acariciaba las piernas y brazos de las mujeres que empezaban a retirar la ropa deslucida del afligido invierno.
Jude, como todas las muchachas de su edad, escrutaba en este renacimiento de la vida el escondite dónde se ocultaba el posible amor de su existencia. Su mirada se cruzaba con las de centenares de jóvenes apuestos, inteligentes. Pero en ninguna de estas miradas veÃa brillar esta chispa que le iba consumiendo por dentro. ¿Cuál de ellos serÃa el que la llevarÃa al altar?
¿ Cuál de ellos serÃa el hombre que harÃa vibrar su alma, que mantendrÃa esta llama durante esta larga vida de amor que tenÃan por delante? Jude soñaba de noche, de dÃa. Su existencia era un largo sueño de enamoramiento. Amaba y amaba... Pero no sabÃa a quién amaba. Necesitaba ya con urgencias encontrar al amor de su vida para depositar en él los caudales impetuosos de su pasión.
Jude era miel y seda, cielo y mar, viento y tierra. Su ser desbordaba de sensaciones inquietas y exuberantes.
Cuando conoció a John, su corazón vibró. Estaban colmadas todas sus esperanzas. John era el hombre a quién estuvo buscando durante esta larga primavera. Alto, rubio, bien educado, refinado y rico. John la amarÃa, la cuidarÃa y vivirÃan sin preocupaciones.
El muchacho, siguió los cánones de la época y cortejó a Jude según las normas. Demasiado formal según Jude cuya pasión consumÃa poco a poco. Le hubiera gustado notar las manos delicadas de John acariciar sus piernas, sus hombros, sentir sus galanes labios aprisionar con pasión su boca febril.
Jude soñaba demasiado y no osaba expresar sus deseos amorosos. No podÃa contar a sus amigas esta pasión fogosa que la absorbÃa. ¿Cómo hubieran juzgado sus compañeras estos sentimientos descompasados y vergonzosos? Las chicas como Jude eran calificadas como malas mujeres, como depravadas.
Tuvo que resignarse la doncella a reprimir su fuego y sellar sus labios para que nadie supiese el tormento que la invadÃa. Se conformó, paulatinamente, pensando que una vez casados, John serÃa el amante perfecto.
Estalló la segunda guerra mundial e Inglaterra, entró en el pavoroso conflicto. Jude no pudo aguantar su llanto. ¿Cuándo, cuándo John rondarÃa su cuerpo, cuándo conocerÃa el éxtasis de la pasión?
La joven volvió a ponerse el atuendo apagado de la espera y del sufrimiento.
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El muchacho conoció una vida diferente. La distancia, la gente nueva que se cruzaba por su vida precaria y arriesgada le ayudaron a afirmar su personalidad. Ciudades distintas, personas desconocidas que aparecÃan y desaparecÃan de su vida fueron las desencadenantes de su desinhibición.
Le atraÃan los andares rudos de sus compañeros, la voz ronca de su superior, el contacto promiscuo en los campamentos. Sus ojos aturdidos se desvivÃan en las duchas. Estos cuerpos esculpidos le mareaban, le atraÃan.
Su educación anglosajona le impedÃa cualquier acto fuera de las normas. Tuvo que reprimirse hasta que empezaron a vivir, en Francia, AhÃ, siempre habÃa algún mozo de cuadra, o joven campesino que se dejara tentar por una caricia. Pronto conoció los bares de los puertos donde algún tosco marinero, hambriento de carne juvenil le agasajaba con unos momentos de amorÃo. Su iniciación fue plena, ardiente y descontrolada.
A pesar de los bombardeos constantes de los alemanes vivió los primeros momentos felices de su vida. Conoció los placeres ocultos que habÃa reprimido durante tantos años. Los hombres, los muchachos eran su gran debilidad. InvadÃan sus sueños, cegaban sus pensamientos.
Y se enamoró. Se enamoró de la ternura, de la belleza de su teniente. Sus miradas se cruzaban sin que ninguno de los dos pudiese demostrar sus sentimientos. Los dÃas pasaban y nuestro muchacho iba consumiéndose de amor. Sentimientos y guerra eran incompatibles. La metralla asesina rozaba las alas de Cupido. Nuestro muchacho y su teniente, valerosos soldados, ciudadanos ejemplares perdieron la suerte de su vida. No cedieron a sus impulsos y naufragaron en el desencanto.
Las relaciones fuera del campamento eran fáciles... pero ya no le interesaban al joven. Se morÃa de amor por una persona que las normas le impedÃan acercar.
Al cabo de meses de desesperanza amorosa, una bala suicida se alojó en el corazón del teniente y destrozó al mismo tiempo él del nuestro mancebo. Se acabaron los placeres prohibidos y los amores pasionales. El teniente se llevó consigo el alma quebrantada del joven.
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Finalizó la guerra y John regresó al hogar. Delgado, apenado, perdido en no se sabe qué, suspiraba y miraba un punto fijo. Sus padres desolados se mortificaban el alma por encontrar algo que distrajera a su hijo de esta honda melancolÃa... Nada borraba el recuerdo angustioso de la guerra y pensaron que la única solución para cambiar los ánimos de John era adelantar la fecha de la boda con Jude que estaba también decayendo en el desaliento al ver a su novio tan taciturno. Taciturno y poco deseoso de infringir las normas.
Por fin llegó el gran dÃa. John y Jude salieron de la iglesia cogidos del brazo, los ojos repletos de esperanza. Jude enamorada, emocionada, lloraba todas las lágrimas de su cuerpo. Ya veÃa su jardÃn lleno de hijos rubios como su padre corretear entre los arbustos. Imaginaba las largas noches de invierno, sentada cerca de la lumbre, aprisionada por los amantes brazos de John. La vida serÃa un bello viaje de sonrosadas ternuras.
Esa primera noche se durmió agotada entre los brazos de su esposo, perdida en las sabanas de seda que las monjas bordaron durante los últimos meses de la contienda. Por la mañana, cuando se despertó, delicadamente se despojó del camisón de encaje que preparó su madre con tanto afecto.
Y esperó los gestos de la pasión, las palabras fogosas. Esperó...
John se despertó. La abrazó cariñosamente obviando los designios de su esposa. Se duchó, desayunó y se marchó a comprar el periódico.
Durante estos primeros dÃas de vida común, la joven pareja habló de la crisis económica, de los huérfanos, del hambre, del racionamiento y esquivaron, muy a pesar de Jude, el amor y sus derivados...
Cuando acabó el viaje de novios y volvieron a Londres, la familia se apresuró, al poco tiempo, en preguntar a Jude si no estaba mareada, si no tenÃa angustia y a qué eran debidas estas ojeras cárdenas. SÃ, Jude estaba mareada por las noches en vilo, por las noches de espera, por las noches de silencio, por las noches vacÃas de amor y llenas de indiferencia.
Al cabo de varios meses, un dÃa en qué Jude se deshacÃa en sollozos, John le sonsacó lo que le sucedÃa. La pobre mujer le preguntó entre dos lamentos si no le querÃa y por qué no hacÃan uso del matrimonio como las demás parejas. El buen esposo, afligido, le comentó que una ráfaga de metralla era la causante de su impotencia.
Perdidos en un mar de lloros, se abrazaron, juraron no desvelar el secreto a quien fuese y vivir salvaguardando las apariencias.
Jude fue para todos una pobre mujer que no lograba quedarse embarazada. Sus ojos perdieron el destello de la felicidad, de la esperanza. John, que era un hombre hecho y derecho dedicó gran parte de su tiempo a los negocios familiares. Llegaba a casa a las dos y a le tres de la mañana, exhausto pero feliz.
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El hombre, como de costumbre, entró en el Púb, pidió una cerveza, se sentó en un diván púrpura y esperó. Siempre acudÃa alguna alma desesperada en busca de unos momentos de placer y felicidad. Esa noche, un joven apuesto se introdujo en el establecimiento. Tomó una soda, reclinado en uno de los sofás aterciopelados. La música vaporosa y las luces tenues envolvÃan con aires mágicos el pequeño recinto. El joven galán lisonjeó con una mirada sedosa todas las personas sentadas en el Púb. Se detuvo particularmente en las personas solas. El hombre siguió con interés el paseo de esos ojos provocadores que pronto se posarÃan sobre él. El galán se fijo enseguida en el hombre refinado sentado en el diván púrpura. Se aproximó y le pidió permiso para tomar asiento. Intercambiaron algunas palabras protocolares, fumaron tabaco americano y a las doce de la noche abandonaron el lugar.
El hombre adelantó el paso y le invitó a seguirle. Se adentró en la niebla londinense como si viviera inmersa en ella en cada instante. Llegaron delante de una casa aislada y se introdujeron en el apartamento del primer piso. Era la tÃpica garçonnière de hombre acomodado y con buen gusto. Objetos de lujo adornaban exquisitamente las mesitas y estanterÃas del salón. Espejos de coleccionistas reflejaban por triplicado las siluetas que vagaban por el aposento.
El hombre y el joven bebieron más de la cuenta y fumaron demasiado hachich. Los sentidos embriagados se desbancaron hasta las primeras luces del dÃa. Las mezclas afrodisÃacas y la alocada noche de amor fueron perniciosas para ese cuarentón sediento de nuevas sensaciones.
Los primeros rayos del sol remataron las drogas, el alcohol y el sexo. El corazón del cuarentón se quebrantó con un suspiro de dolor.
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La policÃa llamó a Jude a las ocho de la mañana. Su esposo acaba de fallecer, solo, en un piso de lujo de un barrio alejado. Jude entendió enseguida la doble vida de su marido, entendió entonces porque siempre la habÃa rechazado. Una segunda vida de amargura, por culpa de un ser que la habÃa engañado, le esperaba de nuevo. TendrÃa que seguir las tradiciones, llevar el luto y honrar la memoria de un individuo que no llegó a ser su marido.
No quiso resignarse. No quiso ser la viuda amargada sin hijos que aguardaba la muerte. Aún podÃa vivir a través del futuro fruto de sus entrañas, a través del presunto hijo póstumo de John. HarÃa lo mismo que su difunto esposo, durante unas semanas para no levantar dudas con las fechas. Con una buena peluca pelirroja, para que nadie la reconociera, vagarÃa los Púbs y acabarÃa la noche en la garçonnière de John. SaciarÃa su sed de pasión y procrearÃa al hijo de sus ensueños.
Los cálculos de Jude fueron exactos. A los ocho meses y medio nació un varón que llamó John en honor a su difunto padre.
En cuanto a la garçonnière, la conservó para alguna que otra escapada nocturna.
Harmonie Botella