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Cultura en Argentina (XX): El riesgo de la costumbre

Carlos O. Antognazzi

Argentina



Al comienzo de La insoportable levedad del ser Milan Kundera especula con el eterno retorno: si una masacre se repite incontables veces «se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable». Es decir que los hechos humanos, al repetirse, pueden iluminar sobre sí mismos y la barbarie que conllevan. Difícilmente vuelva a existir un Auschwitz si la Historia repite el padecimiento y la connivencia de miles de personas una y otra vez. Pero como el eterno retorno es sólo un mito, los Auschwitz siguen proliferando y, como sostiene Kundera, «todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido». Podría argumentarse que esa proliferación encierra, en cierta medida, una aproximación al mito: al fin de cuentas hay una repetición. Pero Kundera no contempló otra posibilidad, al menos en las zonas todavía incivilizadas: la repetición a ultranza, sin una avaluación, un análisis y una decisión política correctiva, sólo produce acostumbramiento.

Cultura en Argentina (XX):

El riesgo de la costumbre

Al comienzo de La insoportable levedad del ser Milan Kundera especula con el eterno retorno: si una masacre se repite incontables veces «se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable». Es decir que los hechos humanos, al repetirse, pueden iluminar sobre sí mismos y la barbarie que conllevan. Difícilmente vuelva a existir un Auschwitz si la Historia repite el padecimiento y la connivencia de miles de personas una y otra vez. Pero como el eterno retorno es sólo un mito, los Auschwitz siguen proliferando y, como sostiene Kundera, «todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido». Podría argumentarse que esa proliferación encierra, en cierta medida, una aproximación al mito: al fin de cuentas hay una repetición. Pero Kundera no contempló otra posibilidad, al menos en las zonas todavía incivilizadas: la repetición a ultranza, sin una avaluación, un análisis y una decisión política correctiva, sólo produce acostumbramiento.

Darse cuenta

La sicoanalista Silvia Bleichmar hace notar que si los ciudadanos se acostumbran a la barbarie todo empeora, porque lo que debería asustar o enervar sólo es un grano más en un inmenso océano de chatura: «Nos hemos habituado a vivir sobre un trasfondo de horror, y esta naturalización es el mayor obstáculo para salir de ello» (La Nación, 22/01/05, p. 22).

Con República Cromagnon el accionar político ha sido lamentable. Por un lado el silencio de Kirchner y su posterior crítica al periodismo, como si el periodismo hubiese inventado las 192 víctimas, y como si los mensajes de mandatarios extranjeros, incluyendo el Papa, no hubiesen puesto en evidencia la gafe presidencial. Kirchner habló recién al quinto día, y se ganó el mote de «avestruz». No es el único. Ibarra recorre un camino sospechosamente similar. Primero, demoró un mes en dar la cara. Recién se presentó en la legislatura el viernes 28/01/05. Una semana antes se publicó el artículo El límite de la iniquidad (Castellanos, 21/01/05), donde señalaba el manejo corporativo y cómo Ibarra fue rescatado por compadrazgo de Kirchner, Duhalde y Felipe Solá.

La demora de Ibarra puede explicarse en su desconcierto: de pronto su carrera política se hundía y, más allá del apoyo táctico de Kirchner, no sabía cómo actuar. Las marchas de los familiares de las víctimas, y la sociedad en su conjunto, pedían mucho más que el procesamiento de Chabán: estaban reclamándole el puesto. Y se descubre que hay muchos “Chabán”. Y que el poder político los apaña porque son “del mismo palo”. Pero Ibarra no concurrió voluntariamente a la legislatura. Kirchner y su séquito le advirtieron: «No dejés pasar enero».

La sociedad ha comenzado a darse cuenta de que sus representantes han conformado una estructura independiente, y que cada vez se alejan más. El conglomerado político argentino es una farsa en donde se cobra sin que haya una prestación acorde a cambio. Hay diputados y senadores que jamás han presentado un proyecto, ni siquiera inviable. Reutemann es un símbolo de esta costumbre. Esta abulia es la que permite, entre otras cosas, la proliferación de leyes anodinas, que alientan el delito antes que su impedimento. Sólo así puede comprenderse que en la reglamentación vigente al momento del desastre sea el propietario del local quien debe solicitar ser aprobado por los bomberos, cuando es el Estado quien debe ejercer su derecho de contralor y verificar si no hay irregularidades.

Otra argucia

Luego de las tres horas de discurso del 28/01, Ibarra evaluó su imagen. Como aún era positiva, Jorge Telerman, vicejefe de gobierno, sugirió un cambio de estrategia: Ibarra convocaría a una consulta popular para que sea la sociedad, y no «la corporación política», quien defina la legitimidad de seguir en su cargo. Se trata de una maniobra de riesgo calculado por la imagen positiva y por el apoyo de Kirchner. Pero Ibarra fuerza caprichosamente la circunstancia: no se trata de que siga o no, se trata de un posible delito que debe ser investigado. ¿Qué ocurre si la sociedad lo ampara con el voto y la justicia lo procesa?

Además, la estrategia es ilegal. La ley determina que este tipo de consultas sólo puede ser solicitada por la sociedad, y que un funcionario no puede ser juez y parte, y no puede, por tanto, convocar a un referéndum que determine su propia consecución en el cargo. Es absurdo, y así se han manifestado varios juristas, pero el cónclave ibarrista insistió: recolectarán firmas «hasta en las escuelas» (sic). Según establece la ley, requieren el 20 % del padrón: unas 520.000.

El constitucionalista Jorge Vanossi comparó a Ibarra con Bonaparte, «porque fue el Corso el que utilizó los plebiscitos con cualquier pretexto con tal de que le sirvieran para perpetuarse en el poder» (La Nación, 02/02/05, p. 11). Dice también que Ibarra es consciente de lo que determina el artículo 67 del Estatuto Constitucional de la ciudad, pero que disfraza la verdad. «Es un endoso de responsabilidades que no puede pasar inadvertido a juicio de quienes tengan una opinión mínimamente objetiva. No puede forzarse la cuerda hasta el extremo de imponer el voto obligatorio y el efecto “vinculante” para salvar la responsabilidad por el desguace de la ciudad», agrega.

Morales Solá hizo notar que en ningún momento hubo un intento de golpe institucional por parte de Macri, y que Ibarra salió fortalecido de la experiencia no por su retórica, sino porque los legisladores del macrismo fueron «ansiosos inconducentes». Se demuestra así que quienes respaldan a Ibarra lanzaron la denuncia infundada con el único objetivo de frenar una eventual maniobra política de Macri, principal opositor de Ibarra, que en la realidad sólo estuvo en sus mentes. La estrategia de atacar primero, que tanto pregona George W. Bush, les permitió a los ibarristas zafar el viernes y desinflar las expectativas. Salvo por una madre, el martes 01º/02 el ambiente legislativo era diferente. Los familiares se presentaron divididos, e Ibarra volvió a salir indemne.

Pero se reclama otra conducta. Es bochornoso que frente a 192 muertos las facciones políticas insistan en su propia supervivencia antes que en resolver los problemas de la comunidad. Estos señores cobran su sueldo porque la sociedad se los paga, y aún en casos extremos como el que nos ocupa siguen peleando por sus negociados y espacios de poder. Ibarra ostensiblemente está cometiendo un delito al no reconocer el artículo 67. Si moralmente ya lo cometió antes, al esconderse un mes y al permitir que la corporación del PJ lo rescate, ahora termina de enseñar hasta dónde puede llegar la venalidad. En menos de un mes la imagen que Ibarra había construido desde sus tiempos de fiscal se derrumbó. Ahora quedó su verdadero rostro: el que acepta las prebendas del poder y delinque para salvarse. Edgardo De Luca fue categórico: «Ibarra es el jefe de la falange porteña que concibe a lo público como coto de caza para el continuismo de lo peor» (El Estado del día después. Castellanos, 02/02/05).

No acostumbrarse

Al clausurarse unos 180 locales el Gobierno reconoció, indirectamente, que antes del desastre se hacía la “vista gorda”. Es decir, la corrupción propiciaba la inseguridad. Cualquiera de estos locales pudo ser República Cromagnon. Ibarra todavía no dio los nombres de los funcionarios de su gobierno que tenían la responsabilidad de controlar la zona. ¿Qué espera? Hubo ya tiempo suficiente para que “ubicara” a su personal y lo entregara a la justicia. ¿Evitarlo no supone una traba a la investigación? ¿No supone protección y connivencia?

Cuando la sociedad comienza a delinquir, sean los ciudadanos comunes o los funcionarios, se entra en un terreno de difícil salida. Una vez que se ha cometido el delito es más fácil seguir cometiéndolo que abstenerse y regenerarse. Tradicionalmente Argentina es un país en donde la sociedad disfruta con las transgresiones y las mentiras, y donde, por lo tanto, sus hombres públicos son un fiel reflejo de esa cuna de iniquidades. No hay mentira pequeña ni delito chico. Hay mentira y hay delito, sin eufemismos ni adjetivos que le confieran a la ignominia algún matiz compasivo. Aparentar creer lo contrario es entrar en la mecánica del contubernio: se es funcional a los intereses corporativos de la mala política.

Violar la ley «por única vez» es violarla y sentar un precedente nefasto. ¿Quién determina el alcance de esa única vez, o quién determina, mejor dicho, que no habrá otra circunstancia “especial” que exija una nueva violación? Las comunidades más prósperas son las más civilizadas, y el civismo sólo se alcanza cuando la sociedad acata un puñado de leyes que pueden no agradar a algunos, pero que sirven para que la mayoría pueda vivir de modo armónico. Las reglamentaciones cercenan algunas libertades individuales, pero permiten las libertades públicas grupales. Acatarlas es parte de la conducta cívica. Pero no porque haya que aceptar todo lo reglamentado, sino porque esa es la forma de integrar y construir la sociedad. Cuando una ley no funciona, o no es todo lo buena que se pensaba, se la discute en los ámbitos apropiados y se la modifica. Pero no se puede decidir unilateralmente violar la ley, y menos por un hecho que sólo beneficia al que propone la violación.

Una medida de la madurez de un país lo señala la reacción de la población ante hechos extremos como el de República Cromagnon o la inundación de Santa Fe en 2003: si se actúa dentro del marco de la ley para encontrar responsables, o si se delinque para ocultarlos. Estos casos están auscultando la conducta cívica de los argentinos. Y sólo de nosotros depende aprobar el examen o seguir como hasta ahora, acostumbrados a los tumbos y la barbarie. Si el poder político delinque con el referéndum, la ciudadanía debería responderle, con el voto negativo, que no está dispuesta a perpetuar la payasada.

© Carlos O. Antognazzi.
Escritor.

Publicado en el diario “Castellanos” (Rafaela, Santa Fe, República Argentina) el 18/02/2005. Copyright: Carlos O. Antognazzi, 2005.

Este artículo tiene © del autor.

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