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NUESTRO OLVIDADO AMIGO EL DEMONIO

César Rubio Aracil

España



El demonio no es un ente que ande suelto, sino el símbolo del Mal que habita en cada uno de nosotros, de la misma manera que el ángel rubio -que también llevamos incorporado en el alma- es el referente del Bien. A los dos debemos atenderles si queremos estar en paz con nosotros mismos.

Sí. El demonio es tan amigo nuestro como pueda serlo el Arcángel San Gabriel. Sin embargo, por culpa de las tradiciones religiosas de casi todas las culturas lo tenemos marginado en el pensamiento, exilado en algún apartado rincón de nuestro subconsciente individual y, por extensión, salpicado de miseria en el inconsciente colectivo. El demonio forma parte de todos los seres inteligentes, siendo la representación simbólica del Mal. No obstante, deberíamos tener en cuenta que el Bien y el Mal no tienen por qué estar asociados a la ética imperante en cada momento, generalmente condicionada por las religiones y los Estados en consideración a sus propios intereses. ¿Por qué rechazar una parte consustancial de nuestra naturaleza? ¿Acaso podemos ser medias personas? ¿No sería más conveniente reconciliarnos -que no aliarnos- con nuestra sombra? Por poner algún ejemplo que ilustre cuanto acabo de expresar, voy a citar un par de casos referidos a la moral al uso y sus excesos:

Hace tan solo 30 años había padres (todavía quedan progenitores indecisos) que no se atrevían a educar a sus hijos en materia de sexualidad, porque parecía pecaminoso hablar a los pequeños sobre aspectos prohibidos por el Catecismo. Los críos, invariablemente, se enseñaban en la calle malamente y proyectaban su futuro amoroso con recelos que se enquistaban en su psiquismo. “El demonio del sexo”, nos decían desde el púlpito los padres de la Iglesia, “es un lastre que los católicos debemos rechazar con valentía” Después, transcurridos los años, ya desde bien pequeños se comenzó a instruir a los niños, desde el hogar y desde la escuela, para que supieran de modo conveniente lo que nunca debió dejarse al arbitrio de una instrucción equivocada.

Respecto a la virginidad, ¿qué decir? La mujer que iba al matrimonio desvirgada y en la noche de bodas se percataba el marido del asunto, lo podía tener claro. Incluso era posible la anulación matrimonial por tal circunstancia, quedando en entredicho la desposada. En cambio hoy, ¿cuántas son las mujeres que forman pareja siendo doncellas? Es decir, lo que antaño suponía una inmoralidad, en la época en que vivimos nos causa risa tan sólo con recordarlo. Si ahora consideramos un error lo que antes nos parecía una monstruosidad, esta nueva conducta ¿no significa de un modo palpable que el demonio tenía toda la razón cuando se echaban al saco de las negaciones algunas de sus recomendaciones?

El demonio: Satanás, Lucifer o como queramos llamarlo, no es una entidad separada del hombre como aún sostienen muchos eclesiásticos, sino, haciendo referencia a lo que acabamos de aseverar, se trata de una representación del Mal. Sin embargo, por significar la oscuridad del alma humana, estamos obligados (si queremos vivir un poco en paz) a escucharle. En el caso contrario nos veremos abocados al fracaso puesto que, insisto, forma parte de nosotros y nos pedirá cuentas si le obviamos.

El mal en sí es pernicioso cuando, siendo conscientes de su capacidad destructora lo practicamos por egoísmo, odio o cualquier otra actitud negativa; pero se convierte en un gran maestro en los instantes en que, comprendiendo que hacemos sufrir al prójimo, rectificamos. Es entonces, y no escuchando sermones, cuando nuestra conciencia se ilumina. La sombra nos ha servido para encontrarnos con la luz. ¿Cómo vamos a practicar el bien si no tenemos como referencia el mal? ¿Acaso la enfermedad no supone un aviso de la naturaleza de cada ser para que cuide de su cuerpo y de su espíritu?

Cuando somos comprensivos de verdad, el mal no nos exige golpes de pecho sino reflexión. Ahí, en ese punto de la conciencia, radica la eficacia de la convivencia humana. Sin comprensión estaremos siempre entregados a la maldad y nos justificaremos a nosotros mismos por el daño causado a los demás. En cambio, si escuchamos a nuestros demonios y dialogamos con ellos, no se sentirán marginados ni despreciados. ¿Qué nos sucede cuando odiamos? Sencillamente que no conversamos con el leviatán que nos está hablando. Odiamos porque nos sentimos menospreciados o perjudicados, y en vez de quitarnos la espina del corazón la mantenemos hasta el momento en que, considerando óptima la ocasión, nos vengamos. No hemos aprendido y, por lo tanto, seguiremos en adelante transitando por el peor de los caminos y orientando a los demás por la misma escabrosa senda.

El demonio nunca miente; los ángeles rubios, sí. El primero nos invita a saborear los placeres de la vida: la carne (no me refiero a las chuletas de cordero), los goces materiales, el orgasmo del poder cuando nos situamos en la cima del dominio sobre los demás ... Sin el demonio como nuestro más fiel asesor careceríamos de la necesaria dosis de egoísmo para defendernos de las acometidas de la vida. Otra cosa distinta es que del ego hagamos una bandera, lo cual dependerá de la conciencia individual. En cambio, los ángeles bíblicos nos engañan presentándonos un paraíso post mórtem, que estamos obligados a pagar en vida haciendo caso omiso a las recomendaciones diabólicas. Y nosotros, pobres mortales que nos zarandean desde todas las partes de la existencia, permanecemos indecisos ante los consejeros del Bien y del Mal. Yo, por mi parte (que rezo todas las noches, a mi manera pagana, mirando las estrellas), escucho a mis demonios siempre que me hablan. Si digo sí a sus observaciones, me dejan en paz; si digo no, procuro hacerlo dándoles las gracias por sus consejos. Pero nunca les cierro las puertas de mi alma, en la que también les asiste el derecho de morar.

Bien y mal son conceptos necesarios para orientarnos en el camino de la vida de acuerdo con nuestros criterios y en base a la respuesta de nuestra conciencia; pero no para que sacerdotes, gurús y estadistas nos digan lo que tenemos que hacer. El demonio nunca nos pedirá algo como: “Haz lo que yo te diga y no lo que yo haga”, porque lo que dice lo hace y punto. Por eso me fío más del demonio que de los santos, muchos de los cuales reposan de pie sobre las hornacinas habiendo sido peores que Satanás. ¿O me equivoco?

Precisamente por pensar de este modo nunca me arrepiento de las cosas malas que hago. Lejos de ello, intento comprender por qué he practicado el mal y luego, generalmente, rectifico. Supondría una contradicción arrepentirme de aquello que me ha servido para aprender. Tampoco perdono las ofensas recibidas, porque creo que el perdón es algo humillante para quien lo recibe. En vez de eso, comprendo y pienso que yo hubiese podido caer en la misma falta de haberme visto en las mismas circunstancias de mi ofensor. Considero más efectivo que sea el propio injuriante quien se perdone a sí mismo si considera que ha sido injusto con una persona. Esto no me lo ha enseñado ningún libro, ni sagrado ni profano, sino mi gran maestro el demonio (el mío particular, distinto de cada uno de los demonios que habitan en nuestros arcanos).

Para aclarar el galimatías que me abruma cuando intento comprender, recurro al diálogo -por separado- con mi demonio y con mi ángel rubio, que por lo regular se contradicen. Luego soy yo, con la ayuda de mi conciencia, el que decide, y paso de ellos. Tengamos en cuenta que el psiquismo humano es muy puñetero y en cuestiones de bien y mal cada parte va a la suya. Uno y otro me son necesarios, imprescindibles más bien, aunque, por lo que he expresado en este escrito, espero que seáis indulgente conmigo si os confieso que me fío más de mi demonio que de mi ángel rubio.

Este artculo tiene del autor.

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