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Cultura en Argentina (XXVIII): La justicia tarda, ¿pero llega?

Carlos O. Antognazzi

Argentina



En un capítulo anterior (Ezeiza, un secreto a voces. Castellanos, 26/03/05) terminaba preguntando cuánto más necesitaría el juez Carlos Liporace para procesar por encubrimiento a Aníbal Fernández, luego de que éste reconociera que el Gobierno sabía lo que pasaba pero no hizo nada para evitarlo. Días antes Joaquín Morales Solá había planteado la demora del juez en allanar las oficinas de Southern Winds, y que eso podía significar la pérdida de valiosa información. De hecho, si el contrabando ocurrió en octubre y se ventiló recién a fines de febrero, y sólo gracias a que La Nación lo dio a conocer, los responsables tuvieron un tiempo precioso para ocultar o hacer desaparecer pruebas.

Cultura en Argentina (XXVIII):

La justicia tarda, ¿pero llega?

En un capítulo anterior (Ezeiza, un secreto a voces. Castellanos, 26/03/05) terminaba preguntando cuánto más necesitaría el juez Carlos Liporace para procesar por encubrimiento a Aníbal Fernández, luego de que éste reconociera que el Gobierno sabía lo que pasaba pero no hizo nada para evitarlo. Días antes Joaquín Morales Solá había planteado la demora del juez en allanar las oficinas de Southern Winds, y que eso podía significar la pérdida de valiosa información. De hecho, si el contrabando ocurrió en octubre y se ventiló recién a fines de febrero, y sólo gracias a que La Nación lo dio a conocer, los responsables tuvieron un tiempo precioso para ocultar o hacer desaparecer pruebas. Embarrar la cancha, como se dice coloquialmente.

La idea de justicia

Es viable preguntarse cómo se llega a la justicia en Argentina o a su posibilidad, en todo caso. No a través de los caminos más adecuados, con una sociedad responsable y funcionarios capaces. Si bien se sospechaba de los sobresueldos en la época dorada de Menem, hasta que María Julia Alsogaray no envió desde la cárcel una carta de lectores a La Nación, publicada el 23/04/05, el hecho no cobró la trascendencia que tiene ahora. Por primera vez un funcionario del menemismo reconoció abiertamente lo que había sido norma durante los diez años de califato. Sin embargo Domingo Cavallo hace notar que todo es una farsa desorientadora, porque el verdadero problema no serían los 40 millones de dólares de sobresueldo, sino los 1000 millones de dólares de gastos reservados durante Menem (cfr. entrevista de Alberto Armendáriz en La Nación, 15/05/05, p. 08).

María Julia no escribió su carta por convicción cívica. Ella misma se incrimina al haber estado cobrando sobresueldos mientras era funcionaria, y guardar silencio hasta ahora. La ruptura del “pacto de silencio” de los ex funcionarios menemistas (algunos ahora en las filas de Kirchner) se dio porque la dejaron sola en la cárcel. Como nadie acudió en su ayuda, María Julia optó por escribir, sabedora de la ola que provocaría. Su argumento fue el de los resentidos, ajenos por completo al civismo y la moral: si caigo y nadie me ayuda, que caigan todos.

Es importante comprender el alcance de esta actitud, porque es lo que nos marca como pueblo: el delito no es tal si no me descubren. El delito, para el ideario colectivo argentino, tiene lugar recién cuando alguien con poder lo descubre. De lo contrario es una agachada, una picardía, algo que puedo permitirme. Que la sociedad entera se envilezca con la acción de un solo personaje es lo de menos. Se roba para la corona, según la luminosa metáfora de José Luis Manzano. Pero en Argentina parece que todos roban, desde el primero al último, como aseguró un presidente uruguayo.

No puede saberse si remover de la causa al juez Liporace aclarará el panorama, pero es lo que cabía hacer. Este revés debería alertar al Gobierno, pues es quien más defendía lo actuado por Liporace, en detrimento de los argumentos de la fiscal Graciela Ruiz Morales. ¿Por qué tanto interés del Gobierno por Liporace? Al fin de cuentas el juez estaba dejando de lado por falta de mérito a la cúpula de SW. ¿Hubo o hay intereses creados del Gobierno con los Maggio o algún otro personaje encumbrado de la empresa? Cabe recordar que el Gobierno subsidiaba a SW con ocho millones de pesos mensuales, y que lo siguió haciendo hasta febrero, es decir, cinco meses después de que en España se detectara el contrabando. Al desligar de la causa a los Maggio el juez Liporace estaba favoreciendo al Gobierno. Ahora, en cambio, el nuevo juez podría recomenzar toda la investigación, y tocar partes sensibles del entorno presidencial.

Otra vez Cromagnon

Ahora se descubre que tampoco los planos del reducto República Cromagnon coinciden con la realidad. Sin embargo, para habilitar una obra los planos deben estar aprobados y la obra debe ser controlada para darle, justamente, el final de obra. Es una normativa que emana del municipio y que el municipio está obligado a cumplir. ¿Qué pudo haber llevado, entonces, a esta nueva anomalía que, como las manchas del tigre, parece ser una más de las tantas que ya arrastra este drama? A casi cinco meses del desastre todavía hay lugar para el asombro.

De manera similar, cabe preguntarse cómo pudieron aprobarse los planos del Hospital de Niños en Santa Fe a una cota mísera, que permitió que en 2003 se inundara con más de dos metros de agua y se perdiera maquinaria específica por un monto sideral. Hay técnicos en la municipalidad de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o Santa Fe que están cobrando sus sueldos pero no ejercen como corresponde. En Santa Fe se da la agravante de que el intendente era el Arquitecto Marcelo Álvarez. ¿Conoce Álvarez de cotas y niveles? ¿Es lícito que ejerza su profesión específica cuando anunció por LT 10 que los barrios no se inundarían? ¿No es responsable de las decenas de ahogados que hubo horas después en esos barrios? ¿Quién puede confiarle una obra a este señor?

En una nota reciente al actual fiscal general de la Corte Penal Internacional, Luis Moreno Ocampo (cfr. entrevista de Hugo Alconada Mon, La Nación, 07/05/05, p. 14), éste hace notar que la justicia, o su conceptualización, es relativa a un momento y un lugar, por más que uno se sienta inclinado a imaginar una justicia inamovible y para todos igual. Una vez más, el concepto abstracto, o lo que debería ser, dista de la realidad. No es lo mismo la justicia en Suecia que en Camboya o Uganda. Hace notar Moreno Ocampo que «necesitamos consenso para que haya justicia. Sin consenso, no hay justicia», estableciendo algo que se sabe por sentido común, pero que se ignora como si se tratase de una novedad: para que haya justicia hacen falta dos partes, la voluntad del poder político y la de la ciudadanía. Con una sola parte no basta, como podemos observar en nuestro país.

En un momento histórico como fue el retorno a la democracia, en donde justamente actuó como fiscal Moreno Ocampo, se dieron las dos cosas en forma armónica, y los responsables del gobierno de facto fueron juzgados y condenados, al menos dentro de lo que se podía hacer en ese momento, con una democracia en ciernes, débil y fácil de tronchar. Luego, las dos partes se disociaron y la justicia comenzó a desfallecer. Así durante la década menemista la ciudadanía participó, alborozada, de las migajas de la orgía de corrupción que menoscababa y endeudaba al país. Sólo unas pocas voces se alzaron para señalar que ese desenfreno no sólo era inmoral sino, además, profundamente pernicioso, y que en algún momento habría que pagarla. Comenzamos a pagarla con De La Rúa, seguimos con Rodríguez Saá, Duhalde y ahora Kirchner. Todavía nos faltan algunos gobiernos más.

Una demora orquestada

Hechos como República Cromagnon enseñan hasta dónde las dos partes necesarias para establecer la justicia se muestran en forma aleatoria: ni el Estado controla que se cumplan las normas que de él emanan, ni la ciudadanía controla al Estado. Sólo cuando aparecen los muertos la ciudadanía se rasga las vestiduras y el Estado comienza a gestionar su permanencia en el poder echando culpas o mantos de sombra en otras partes y no en sus filas. Así Aníbal Ibarra organiza un plebiscito utilizando el dinero de los contribuyentes y lo lleva adelante hasta que la realidad le demuestra que es un absurdo y que no conseguirá nada. En un artículo anterior (Seguimos sin aprender la lección. Castellanos, 11/02/05) preguntaba cuándo Ibarra daría los nombres de sus funcionarios corruptos, tan culpables como Chabán, del desastre de República Cromagnon. La justicia recién los procesó a principios de mayo. Para Ibarra, así como otros tantos, el fin justifica los medios. No importa lo que haga, siempre y cuando los fines sean buenos. El dislate surge, prístino, con cada nuevo yerro del Gobierno, pero, como decía en aquel capítulo, los argentinos no aprendemos.

No aprendemos con Menem y los robos para la corona, no aprendemos con la inundación de Santa Fe (¿no fueron nuevamente elegidos sus responsables políticos?), no aprendemos con el control mínimo indispensable que hay que tener en las fronteras y los aeropuertos. Y cuando surge una vergüenza delictiva como Ezeiza y la empresa SW, el Gobierno no vacila en defenderse alegando desconocimiento, hasta que un funcionario de alto cargo como Aníbal Fernández, ministro del Interior, reconoce públicamente que sí sabían desde el principio. Pero la justicia no lo procesa ni llama a declarar.

No aprendemos cuando, como hace notar Natalio Botana, en la Argentina hay «dos clases de legalidad: la pública y la secreta, la conocida y la que se oculta» (La república del secreto. La Nación, 05/05/05, p. 21). Si el concepto de justicia, y eventualmente su puesta en práctica, puede ser relativo a un momento y un lugar, como sugiere Moreno Ocampo, no puede ocurrir lo mismo con la idea de legalidad, porque sobre ella, sobre su estructura medianamente rígida, que es la Constitución, se establecen las normas de convivencia de un país. La elasticidad puede surgir en los casos particulares y, aún así, esto supone un riesgo. Pero nunca puede haber una moral meliflua que distorsiona el parámetro de lo legal en función de intereses privados de un sector. Esta moral indecente es la que campea sobre el escándalo de los sobresueldos, con una ciudadanía que quiere que aparezcan los culpables, y un Gobierno que los ampara con leyes secretas de dudosa procedencia e ignoto alcance. En la práctica estas leyes equivalen a un agujero negro en donde millones de pesos caen sin saberse a dónde van, porqué razón o en manos de quiénes.

Algo falla, evidentemente. Sabemos que en los países subdesarrollados la justicia tarda. ¿Pero llega?

© Carlos O. Antognazzi.
Escritor.

Publicado en el diario “Castellanos” (Rafaela, Santa Fe, República Argentina) el 20/05/2005. Copyright: Carlos O. Antognazzi, 2005.

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