Cuando César Calvo - mismo Zarathustra - dijo que el hombre es una cuerda sobre el abismo, un peligroso ir más allá, un peligroso detenerse, un peligroso volver atrás, un vacilar peligroso y un peligroso estar de pie, todos lo miraron con sorpresa. Decir que el hombre es un puente, y no una meta, un tránsito y un ocaso, despertó en "los otros", un extraño malestar que se recompuso cuando el poeta explicó que era un rayo que lamÃa con su lengua de fuego el horizonte.
Y es que asà era César Calvo: intuitivo y genial, rompedor de esquemas. Un poeta que querÃa justificar, como Nietzche, a los hombres del futuro.
Antes de irse con sus gotas grávidas a la eternidad, me hizo el prólogo de mis "Confesiones de un árbol", y tuve la oportunidad de confirmar que disponÃa de una flecha y de un arco para conquistar la vida.
Amigo entrañable, de corazón auténtico - fregado a veces con los que odiaba -amaba el pudor de las calandrias, sin envidia. Y se hizo poeta semejando huracanes, arrasando con todo, queriendo ser luz en la oscuridad de una sordera que lo condenó al infortunio y le hablaba de voces inconclusas. No intentaba dañar a quienes iluminaba, ni se hacÃa a la mar sin redes ni luciérnagas.
Cuando Betty lo invitó a nuestra casa en San Isidro (Lima) para probar nuestro tumbesinÃsimo "caldo de bolas", mi familia lo incorporó a participar de nuestra exaltación, de nuestro gozo, y aunque parecÃa que no tenÃa muy cercano a Dios en sus pudores, fomentó con nosotros una amistad que la lejanÃa de su ausencia corrobora y afirma a cada rato.
Alli y en su casa de Chaclacayo, conocimos cómo se habla de frente a las cascadas, al manantial y al viento. César Calvo fue un poeta por nosotros consentido; y en esa plenitud, en ese regalo de su ser, nos extasiamos.
César Calvo era en verdad - dionisÃaco y apolÃneo - "un bosque y una noche de à rboles" crecidos. Y en su tosudez, en esa insistencia por crear, nos convenció que nosotros no somos hijos de madre sino hijos e hijas de su memoria.
Cuando la muerte se lo llevó, nosotros recorrimos el monte de sus olivos, y a su calvario, de un extremo a otro, y nos pusimos a pensar que sólo habÃa entrado a un profundo sueño, que sólo podrá ser terminado con un dindondán de campana de nuestro corazón que hasta ahora llora su partida.