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UNA RATA PEQUEÑA

Adrián N. Escudero

ARGENTINA



UNA RATA PEQUEÑA
A la amiga Marta Rodil...

Aquel miércoles, antes de salir a cenar con su mujer, y mientras ajustaba el nudo de la corbata, se había quedado asomado hacia ese universo siempre viejo y siempre nuevo de estímulos de vida que alguien, alguna vez, y por alguna razón que desconocía, había llamado estrellas.
Pensó en que hoy festejaba otro aniversario. Pensó también en sus treinta y ocho años, y en sus dos hijos adolescentes, y se sintió un poco viejo, pero sólo un poco; silbó una canción porque era feliz, y el calor nocturno hizo el resto. Así quedó, hasta su vuelta, a medianoche, aquella ventana abierta contigua al patio por donde pudo haber entrado...

Al otro día, por la mañana y en fugaz visión, la había descubierto.
Una rata pequeña, tan increíblemente diminuta, que hubiera podido penetrar en el cráneo de uno por el orificio de una oreja, sin darse cuenta.
Se había refugiado en un placard. La repugnancia motivó la caza.
Alertó pues a su mujer sobre la horrible visita, y fueron dos los aliados indignados por una bucólica presencia que atentaba desde las sombras contra la salud, por cierto, de chicos y grandes, pero más aún contra el prestigio de un hogar pulcro y ordenado como el de ellos. (Ah, que no supieran los vecinos...).
Entonces, había que atraparla. Preparar las trampas con resortes de muerte, ubicarlas en el centro de su interés, cerrar con firmeza los armarios, y esperar, sólo esperar hasta que el aroma suplicante del trozo de queso, hundiera su apestosa nariz y cayera, estrangulada, por el feroz abanico de un látigo de alambre. Destrozada. Maldito bicho.

Casi no almorzó ese mediodía. El cansancio, atribuido al regreso de madrugada, fue un pretexto tanto en él como en Elena, que le permitió, a duras penas, sortear las preguntas de su hija en edad de pregunta-todo, y del mayorcito en edad de cuestiona-todo. La repugnancia ante la rata era, sin embargo, no indisimulable entre los esposos.
Al cabo de un rato, las tareas en la cocina habían cesado. Gonzalo y Cristina preparaban sus deberes, y la casa retuvo -en ese instante- el silencio pueblerino de la tarde, trayendo por las hendijas de sus puertas el viento húmedo del fin del verano, y alguno que otro canto de cardenal enjaulado, así como el resplandor impasible de un sol poderoso y caliente, con remolinos de moscas en los fondos callados de las casa-quintas cercanas.
La siesta fue un severo ritual.
Desde la almohada, y a poco de haberse acostado, sintieron su andar. Escarbando, raspando, arañando las paredes interiores del placard, buscando escapar otra vez hacia su destino de libertad, de desechos humanos...
La repugnancia los asaltó de nuevo, pero él consoló a Elena diciéndole que, apenas abriera el ferretero, conseguiría las trampas y, por la noche, le darían segura caza.

Luego de la cena, Ignacio armó tres que no podían fallar.
Con sumo cuidado y la ayuda de Elena, colocó una dentro del ropero donde el bicho se había ocultado, otra cerca de la puerta de los chicos (que con el dedo mordido en un descuido por su elástico imprevisible, el gemido de dolor aullado y todo eso, ya sabían que Papá luchaba contra una “venenosa, putrefacta y execrable” rata), y la restante junto a la ventana contigua al patio por donde pudo haber entrado.
Tantos problemas con todo y con todos, y encima su asquerosa existencia. Sería una larga noche aquella...
Así que esperó.
Esperaron...
De pronto, Elena, aún latiendo de juventud bajo las sábanas, escuchó, y cesaron las caricias.
Allí estaba. Tan increíblemente pequeña... Horadando, escarbando, raspando, arañando las paredes interiores del armario; construyendo su túnel de libertad, pobre bicho inmundo y “repugnante” (palabra favorita de mamá), desvelándolo a uno, pensionándolo ante la posibilidad de oírla chillar tras el golpe seco, como de un límpido navajazo, de un certero cuchillazo, de un infalible hachazo que le seccionara la cabeza del cuerpo, cuerpo de rata deleznable, “repugnante”, de cabeza infernal. Qué bicho horrible, Ignacio, no veo las horas que...
Después, cesó.
Tiene que haber caído. Dos de la mañana. No me levanto. Vamos a dormir de una vez. La saco apenas me despierte. Ya está. Se acabó, Elena. Pero mirá que una rata de mierda en nuestra casa. Hay que decirle a los chicos que cuenten nada en el colegio. Sí. Qué extraño. Tan pequeña. Tan diminuta, ¿no? Durmamos.

Aquel viernes la jornada fue difícil. Por el sueño, por la preocupación de tener que seguir luchando contra aquel, si se quiere, indefenso animal, porque un novato como él no saber armar trampas, y el indefenso y “repugnante” y astuto bicho se comió todo el queso, y ahí estaba la trampa como para sacarle una foto, y, sobre todo, aquella obsesión que -aparentemente- comenzaba a acuciarlo, pues toda la mañana había seguido sintiendo al bicho perforar las paredes, crac, crac, raspando, yasch, arañando las paredes interiores del placard...
Jefe, ¿qué le pasa hoy?, fue el tono entre interés y burla de sus empleados. Al demonio, ¿dónde puse las aspirinas?, crac, crac, pediré ayuda a mi suegro, yasch, porque la trampa estaba bien, tal vez el alambre del resorte... Claro, crac, yasch, tan pequeña, tan diminuta, poco peso, poco peso, entonces, el alambre de resorte, crac, crac, debía ubicarse, ubicarse a menos de medio milímetro en la chapita de lanzamiento; así, así, claro, yasch, pero, de todos modos, le diría a su suegro que sabe de todo, un infeliz se sentía, nunca había sido demasiado hábil para cosas prácticas de la casa, ni siquiera una trampa para lauchas, yasch, crac...

Don Nono llegó sonriente. Invitado a almorzar, por supuesto.
Allí, mi suegro. Allí adentro está la maldita porquería. Tranquilo m’hijo. A ver... Y el humo del cigarro que fumaba podría haber tumbado a un elefante. Sí, demasiado lejos, demasiado lejos el alambre sobre el lanzador. Alcánceme el destornillador. Bueno. Eso es, así. Apenas la toque, ¡listo!, se acabó.
Y allí estaba la siesta, y los cálidos atributos de Elena bajo las sábanas, y sin Don Nono decía que listo, listo. Y otra vez los ruidos, ahí, ahí, raspando, arañando, ¿sentís Elena? No, mi amor. Pero sentí, otra vez, ¡sentí!, crac, yasch, crac, ¿sentís? No, mi cielo; dame un beso, después de todo es una lauchita nomás, una ratita, ya vas a ver que... Crac, yasch, crac.

Con el primer mate de la tarde abrió el armario.
Crac, crac, allí tendría que estar. ¡Maldita sea!, ¿viva?, que la estrangularía con las manos, con las manos de alguna forma...
Dejó el mate, crac, yasch; cada vez más fuerte sonaba cerca de él, al lado de él, junto a él, su presencia aceitosa, escurridiza, como de anguila, infectando el aire...
Pero no estaba. ¡No estaba! ¿Cómo que no estaba? Crac. Si él la escuchaba. ¡Elena! ¡No está! La trampa está intacta, pero anda por aquí. ¿Dónde se metió?
Y Elena corre.
Ayudame, ¿sentís?, ¿sentís?
Pero Elena no siente, ni escucha, ni oye (que es lo mismo). Sólo sonríe. Sonríe con una sonrisa boba, como cuando viene un chino o cosa parecida, y se para frente a uno, y le habla, y uno sonríe porque no entiende nada.
¿Sentís, no? ¡Pero qué! ¿Yo estoy loco o qué? ¿Eh?
Elena se encoge de hombros y dice, dejala, voy a echar desinfectantes y se va a ir, dejala...
Ignacio se resigna, crac, yasch. Se sienta en la cama, sus codos sobre las piernas, sus manos sosteniendo la cabeza, sus ojos mirando el placard, y así se queda, un buen rato, sin escuchar a su mujer que le recuerda: mañana es sábado, iremos al centro, mi amor; sólo escuchando aquel sonido nítido y hueco del pequeño animal mezclado con algo cerca de ahí, y tan cerca...
Pero, ¿dónde estará? ¿Dónde habrá ido? ¿Dónde?
Y piensa. Piensa hasta llegar a recordar aquello que, para encontrar algo, no hay como retroceder en el tiempo o en el espacio recorrido para hallarlo.
Así que vuelve hacia atrás. Vuelve. Vuelve y piensa en que ha visto una rata pequeña, tan increíblemente diminuta que hubiera podido penetrar en el cráneo de uno por el orificio de una oreja, sin darse cuenta.
Y tiembla.-

ADRIAN N. ESCUDERO - SANTA FE (ARGENTINA), 02-06-79. T.a.: 19 de Julio de 2005. Escritor santafesino (1951). Autor de los libros de cuentos éditos “LOS ULTIMOS DIAS” (1977); “BREVE SINFONIA Y OTROS CUENTOS” (1990) y “Doctor de Mundos I - EL SILLON DE LOS SUEÑOS” (2000), continuado en saga con los libros inéditos, “Doctor de Mundos II - VISIONES EXTRAÑAS” (2003-2005) y “Doctor de Mundos III” - LOS ESPACIALES (en desarrollo); así como de los libros de cuentos inéditos “NOSTALGIAS DEL FUTURO - Antología Fantástica” (2004-2005); “MUNDOS PARALELOS y Otros Cuentos para un Semáforo” - Antología de Realismo Mágico (2005) y “DESDE EL UMBRAL - Terrores Cotidianos y de los otros” - Colección del Horror (en desarrollo); todo sobre relatos inscriptos bajo registro en la Dirección Nacional del Derecho de Autor (Ministerio de Justicia y Culto de la Nación). Domicilio particular: Obispo Gelabert 3073 - (3000) Santa Fe (Argentina) - Te.: (0342) 455-4811 - E.mails: anescudero@gigared.com y adrianesc@hotmail.com.-

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