- Dime, Raimundo -inquirió Arnaldo de Vilanova-, ¿has escuchado acerca de ese ostrogodo que se hace llamar Maister Eckhardt?
- Sà -respondió Lull desde su desordenado laboratorio-, creo que he oÃdo algo. Me parece que es partidario de la teologÃa negativa del pseudo Dionisio Areopagita, ya sabes aquel que dice que también se puede crear a partir de la destrucción y que determinados intrigantes han querido relacionar con Proclo y Damascio...
- ¡Claro que lo conozco! -exclamó como si aquello fuera obvio Arnaldo-. ¿Te piensas que no he leÃdo su De los nombres divinos? Y en verdad no comprendo de que manera desea nombrar a dios, siendo como alegan de influencias herméticas, porque precisamente el Trismegisto enseña que El no puede denominarse con un nombre infinito y mortal, pues lo es todo y está en todo y no existe palabra para señalar comúnmente a la totalidad de cosas que pueblan la Tierra... pero volvamos a mi pregunta, ¿puedes concebir que se hace llamar mago?...
- ¡Listo! ¡Aquà está! -gritó exaltado Raimundo.
- ¡¿Qué?! ¡¿Qué es lo que tienes?!
- Qué es lo que encontré al fin -corrigió Raimundo-. Pues esto -y salió mostrándole a su interlocutor un complejo armazón de varios discos concéntricos-. Veo lo perplejo que estás y no es para menos. Ante tal portento yo mismo estarÃa asombrado. Es una máquina para descifrar los arcanos.
- ¿Y cómo funciona?
- Bueno, requiere algunas exigencias especiales.
- Ah, sÃ, ¿cuáles?
- Oh, casi nada, un detallito sin importancia. ¿Estas dispuesto a ayudarme?
- Vale. ¿Qué hay que hacer?
- Sencillo, muy sencillo... un ... un sacrificio... uno humano...
Ese año de 1313, alquimista Arnaldo de Vilanova morÃa en condiciones enigmáticas y Raimundo Lull probaba con éxito su artilugios de los arcanos.