No te alarmes, lector, que no es ésta una historia de gángsters mafiosos, extorsiones a la siciliana y ajustes de cuentas como las que ocurrÃan en la Norteamérica de los años veinte. Tampoco es una historia de intocables, sino más bien lo contrario (y yo sé por qué lo digo).
Durante bastantes años coexistieron en aquel pueblo dos bandas rivales... de música: La ArmonÃa, Sociedad ArtÃstica y Recreativa y La Melódica, Sociedad Recreativa y ArtÃstica. La primera la dirigÃa desde su fundación don Bartolomé de la Barrera, competente músico profesional que en el conservatorio de la capital habÃa estudiado flauta travesera, instrumento que llegó a dominar con tal garbo y destreza que era capaz de interpretar El vuelo del moscardón sin darse un respiro, aunque en los últimos tiempos por culpa de algunos kilos de más, solÃa quedarse sin resuello a mitad de la pieza. Cuando La ArmonÃa cumplió diez años de vida los músicos, a escote, regalaron a su maestro una magnÃfica batuta de plata con sus iniciales B. de la B. en relieve. Por entonces ya habÃa cosechado la formación sus primeros laureles en certámenes provinciales y en alguno nacional.
La otra banda, con más de medio siglo de existencia, estaba capitaneada, perdón, quiero decir dirigida por Gundemaro, zapatero remendón por circunstancias de la vida y la polÃtica pero excelente músico vocacional que, si bien carecÃa de la formación de don Bartolomé (nunca pisó un conservatorio) tenÃa en cambio otras cualidades que la suplÃan. Su infancia y adolescencia habÃan transcurrido entre arpegios, corcheas, puntillos y bemoles pues su padre, reconocido violinista habÃa dirigido La Melódica durante algunos años. La disposición para la música le vino por transmisión directa de genes familiares. Orientó su vocación hacia el piano y se sabÃa de memoria a Beethoven, Mozart, Tchaikovsky y Wagner. Acostumbrado a acompañar a cuantos cantantes de los más diversos géneros y estilos aparecÃan por el pueblo, podÃa repentizar cualquier partitura sin que se le trabucara una semifusa.
Aunque no eran municipales, ambas bandas dependÃan en lo económico casi exclusivamente del Ayuntamiento, con el que tenÃan suscritos varios acuerdos (he rehusado emplear la palabra conciertos, para evitar equÃvocos). Uno de esos acuerdos establecÃa que la enseñanza de educandos que algún dÃa pudieran ingresar en las bandas serÃa gratuita y tendrÃa lugar, a la caÃda de la tarde, en las respectivas academias. Sin embargo Gundemaro, con la secreta intención de rebañar el mayor número de catecúmenos para su banda, habÃa establecido una especie de academia bis en su pequeño taller de reparación de calzado, llamado La media suela. AllÃ, junto al montón de zapatos que esperaban ser reparados, entre leznas, cuchillas y sacabocados “tomaba la lección” a algunos crÃos cuyos progenitores se empeñaban en que aprendieran los rudimentos del solfeo, escalón necesario para acceder a cualquier instrumento, incluidos los platillos. Durante la mañana y primeras horas de la tarde desfilaban por el taller, con su Eslava bajo el brazo, los llamados a ser la nueva savia de La Melódica. Muchos no pasaban de la conocida lección que comienza: do, re, do, re, mi, fa, mi, fa, sool, mi... pero otros, más dotados, salÃan de la zapaterÃa convertidos en excelentes solfistas. Gracias a la dedicación de Gundemaro pudo en todo momento La Melódica competir dignamente con La ArmonÃa tanto en la calidad de sus interpretaciones como en trofeos conseguidos. Las paredes y vitrinas de ambas academias resultaban insuficientes para albergar tanto premio y tanto accésit.
De una y otra banda salÃan las orquestinas para las bodas, bautizos y otros eventos felices de las gentes del lugar asà como las charangas de los carnavales.
Pero el éxito tiene un coste y en el caso de los músicos aficionados la contrapartida era el mucho tiempo que tenÃan que dedicar a los ensayos para conseguir que manos jornaleras, curtidas por el sol de los campos o el frÃo en los andamios, encallecidas por las duras herramientas del taller o la fábrica lograran arrancar de unos tubos de madera o metal sonidos capaces de calar en la sensibilidad, a veces algo borde, del auditorio.
Entre las obligaciones que ambas bandas tenÃan acordadas con los munÃcipes de turno estaban recibir y despedir cada año a la Patrona del pueblo, ofrecer conciertos extraordinarios los dÃas de feria, asistir a las procesiones del Corpus y el Santo Entierro y actuar como comparsas de las autoridades en determinados actos oficiales con piezas de música ratonera. HabÃa que ver a los músicos uniformados -de azul los armónicos; de gris los melodiosos- recorriendo las calles del pueblo si no muy prietas las filas, pues ninguna de las bandas pasaba de las tres docenas de soplapitos, sà bastante garbosos marcando el paso al ritmo del pasacalle de turno y haciéndoselo marcar a los viandantes. Detrás de cada banda, como un cortejo de monaguillos, triscaba la chiquillerÃa dando saltos en un pasitrote alegre que daba gloria verlo. Mariano, el bombero (que también lo era de oficio por una de esas raras casualidades) desde la cabeza de la formación avisaba con un mazazo que retumbaba como un trueno, el inicio y el final de cada interpretación..
La temporada de conciertos comenzaba el 29 de junio, festividad de San Pedro y ambas bandas tenÃan asignado igual número de actuaciones. Sin embargo, a veces hacÃan salidas por su cuenta a las ferias de los pueblos cercanos en un viejo autobús que subÃa penosamente los repechos y más de una vez dejó regada la carretera de músicos e instrumentos, incapaz de seguir viaje. También solÃan asistir a los entierros de gentes principales. Los honorarios se los gastaban los músicos asistentes en meriendas en las que brindaban ad libitum y en medio de un allegro general, por que el finado tuviera pronta y gloriosa entrada en los empÃreos celestes.
Cada año se incorporaban a una y otra banda nuevos chavales, permaneciendo algunos como educandos hasta hacerse viejos, dado su escaso rendimiento frente al atril. Lo que más abundaba eran clarinetes y cuando desfilaban, el grupo de estos músicos parecÃa un pequeño ejército de “unos”.
HabÃa tres categorÃas de músicos y se ascendÃa por oposición en el seno de cada banda. En el reparto de fondos y subvenciones, el director cobraba como tres músicos de primera y, contra lo que pudiera pensarse, el bombo tenÃa un gran protagonismo y su titular era de los que más cobraban; quizá no tanto por la responsabilidad del mazazo a tiempo como por el esfuerzo de ir empujándolo con la barriga en los desfiles callejeros. Cada músico se compraba su propio instrumento. En cuanto a las partituras las pagaba la Corporación y, tras el correspondiente registro de entrada, pasaban a formar parte del patrimonio municipal, si bien las bandas podÃan obtener copias a mano en cuadernillos de papel pautado, para lo que contaban con excelentes pendolistas que transcribÃan corcheas, sostenidos y calderones a destajo.
La fiesta mayor de los músicos era el dÃa de Santa Cecilia, única fecha del año en que la rivalidad entre ambas formaciones se destensaba, se diluÃa en los actos que celebraban conjuntamente. En torno a ese dÃa tenÃan lugar conciertos extraordinarios, a los que se solÃa invitar a algún instrumentista de fama que siempre tocaba el Concierto para clarinete de Carl MarÃa Weber, se cantaba en la parroquia una misa pontifical (casi siempre de Perosi) y se montaban zarzuelas, para lo que se improvisaba un coro de voces mixtas, finalizando los actos con una comida de hermandad que algún año, a los postres ya no lo parecÃa.
Cada banda tenÃa sus seguidores que se dividÃan en forofos y fanáticos (según el grado de adicción melómana alcanzado) que andaban siempre a la greña, agravándose la cuestión cuando músicos contrarios estaban unidos por lazos de parentesco. Tal circunstancia trasladaba la rivalidad al terreno de lo conflictivo, dándose varios casos de hermanos de sangre militando en partituras enemigas, situación no precisamente nueva en otros ámbitos de la vida nacional. Cuando alguna de las bandas obtenÃa un nuevo triunfo, los de la contraria no se daban a vista en varios dÃas y andaban hurones y apartadizos rumiando la fruta podrida de su envidia.
Como en la plaza sólo habÃa un kiosco el alcalde habÃa dispuesto salomónicamente que ambas bandas alternasen sus actuaciones domingueras y asÃ, mientras alrededor del templete se agrupaban los adictos a la de turno, en las terrazas de los bares cercanos tomaban posiciones los miembros de la “oposición”. Algunos se agazapaban, como cazadores en sus tollos, tras las persianas de las casas que daban a la plaza, atentos a cualquier nota falsa de los clarinetes o al gallo inoportuno que viniera a cachifollar el “solo” del trompeta en la pieza de lucimiento, lo que al dÃa siguiente aireaban por todo el pueblo exagerando el incidente y haciéndolo crecer como se agranda una bola de nieve hasta lo descomunal desde cualquier insignificante piedrecilla.
Las luchas polÃticas entre liberales y conservadores del primer cuarto del siglo XX y más tarde las rivalidades de los años treinta tuvieron su reflejo en la relación, siempre tensa, entre ambas bandas. Los componentes de La Melódica eran mayoritariamente de izquierdas mientras que La ArmonÃa se decantaba hacia la derecha. Unos cerraban sus actuaciones con la Marcha Real y otros con el Himno de Riego.
Las cosas permanecieron estables durante varios lustros, hasta el dÃa en que La ArmonÃa se alzó con el primer premio en el certamen nacional “Desfile de Bandas” organizado por cierta emisora de radio y patrocinado por una conocida firma de sastrerÃa, acontecimiento que tuvo un gran despliegue publicitario. Sobre la sastrerÃa llovieron los pedidos y sobre La ArmonÃa, los contratos y homenajes.
La que se armó en los locales de La Melódica fue de gesta. HabÃa que ver las caras mustias de los músicos, aunque quien recibió el golpe como un mazazo de los que Mariano solÃa arrear a su bombo fue el director, Gundemaro, cuya estrella empezó a apagarse a partir de entonces. Andaba el hombre de capa caÃda, se volvió huraño y se le notaba envejecer a ojos vistas sin poder ocultar el resentimiento. Lo primero que hizo fue suprimir las clases en La media suela. DormÃa mal, se irritaba por cualquier cosa y hasta su vida familiar sufrió un vuelco cuando su mujer, harta de aguantarlo, se fugó con el equilibrista del circo que por aquellos dÃas habÃa acampado en las eras del pueblo.
Por si la humillación sufrida no fuera suficiente don Bartolomé no tuvo mejor idea que programar en uno de sus conciertos de aquellos dÃas el Vals triste de Sibelius, la SinfonÃa Patética de Tchaikowsky y, como cierre, la Marcha fúnebre, de Chopin.
Fue lo que rebasó la capacidad de aguante de Gundemaro, quien, sin dejar de darle vueltas al tema, comenzó a rumiar su venganza.
A veces Dios escribe derecho con pentagramas torcidos. Y como consecuencia de los hechos narrados la vieja rivalidad, noble y hasta lÃcita en el fondo, acabó por no serlo tanto en las formas y terminó del modo más lamentable. Verás, lector, cómo ocurrió todo:
Aquel domingo de verano, último dÃa de feria en el pueblo, le tocaba actuar a La ArmonÃa, flamante ganadora del certamen patrocinado por la firma dedicada a sisas, forros y entretelas. Los músicos subieron al templete disponiéndose a ejecutar, entre otros ilustres compositores, a don Pablo Sorozábal y como ya era costumbre alrededor del kiosco se fueron congregando sus fieles escuchas lo más cerca posible de su instrumento preferido. Los habÃa que disfrutaban viendo cómo Juan, el de la tienda de ultramarinos estiraba el trombón de varas, en otro tiempo llamado sacabuches, como si fuera un tirachinas. Algunos cachondos decÃan que hacÃa lo mismo con los precios. A otros, les sugerÃa idÃlicas escenas campestres el sonido dulzón, como de abejorro, de los fagotes y oboes. Y habÃa quien, más duro de oÃdo, se orillaba junto al bombo y los platillos. También, como de costumbre, se hallaba presente, ojo avizor, la afición enemiga estratégicamente situada para ver sin ser vista o camuflada entre la multitud de musicómanos que llenaba la plaza recién regada.
Pero aquella tarde la parroquia habitual de clarinetes y requintos se vio aumentada con un grupo de chiquillos, de unos siete u ocho años, que ocupaban la primera fila. Otro grupo de chavales se habÃa situado frente a las flautas, bombardinos y fliscornos.
Al principio ni los intérpretes ni el resto del auditorio recelaron de la repentina vocación melómana en gente tan menuda pero pronto algunos músicos empezaron a dar muestras de nerviosismo, removiéndose inquietos en sus sillas mientras contaban mentalmente los compases de espera que la partitura les deparaba de vez en cuando, a modo de diminutas vacaciones.
Pronto se averiguó la causa de su inquietud. Los crÃos habÃan sacado de los bolsillos varios enormes limones partidos en rodajas a los que estaban dando sorbetones con el mismo ahÃnco que si dentro de la amarilla fruta hubieran encontrado una mina de oro.
Cuando don Bartolomé atacó los primeros compases de La tabernera del puerto los chicos arreciaron en su tarea estrujando y sorbiendo el caldo de los limones con redoblada fruición.
El zumo les chorreaba por la comisura de los labios, por la barbilla, por los brazos hasta los codos y les calaba y les ponÃa perdido el hato de los domingos, horas antes limpio y resplandeciente.
Si uno tuviera alma de cientÃfico, ésta serÃa una buena ocasión para sacar a relucir la famosa teorÃa de Pawlow sobre los “reflejos condicionados”, los estudios de Bruer y Freud sobre el subconsciente y otras zarandajas. Pero como uno es de Letras diré tan solo que viendo a los crÃos sorber con tal denuedo aquellas rodajas de limón, a los pobres músicos se les hacÃa la boca agua y por mucha prisa que se daban en tragar saliva, les crecÃa más y más la baba, que parecÃa manar por azumbres de un inagotable manantial. Empezaron a oÃrse los primeros vagidos y sinrazones de los instrumentos.
Pronto el agua empezó a chorrear por la superficie de clarinetes, flautas y fliscornos y por la plateada y pulida trompa de Eustaquio (que asà se llamaba el titular de ese instrumento, por una curiosa coincidencia) inundando los agujeros y filtrándose por el complicado mecanismo de llaves, cañas, lengüetas y pistones.
Siguieron oyéndose gallos y pitazos. Aquello no era La tabernera del puerto; quizá fuese cualquier otra tabernera, pero la del puerto, no. Aquello era un guirigay horrÃsono que arañaba los oÃdos y ponÃa los nervios de punta.
Hubo que parar el concierto y ahuyentar de allà a los crÃos. Pero el desastre se habÃa consumado.
La fechorÃa de Gundemaro (pronto se supo de dónde venÃan los zumos) produjo, sin embargo, el efecto contrario del que sin duda esperaba su autor pues ni siquiera sus propios seguidores vieron con buenos ojos lo que todos calificaron de auténtica “judiá”.
Primero fueron los hinchas; después sus mismos músicos fueron abandonando sus filarmónicas tareas o se pasaron, con instrumento y todo a La ArmonÃa, Sociedad ArtÃstica y Recreativa.
Hasta que al fin el pobre Gundemaro se vio solo y no tuvo más remedio que colgar definitivamente su batuta que por cierto nunca llegó a ser de plata como la de don Bartolomé, sino que todas cuantas usó en su truncada vida de melómano fueron de madera o a lo sumo de humilde latón reluciente.
Raimundo Escribano
Escritores Castellano-manchegos
y de La MediterranÃa