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Instrucciones para elaborar un diccionario

Carlos Cedril



Partiendo de la premisa de que las palabras vacías siempre sobran, nos proponemos elaborar un diccionario que, en rigor, represente aquella idea abstracta a cuyo depósito sirve el vocablo. El silencio, bien es cierto, a veces representa una agria vacuidad; callar en los casos en que se exige la palabra es muestra de torpeza, o flaqueza de voluntad. Sin embargo, con el silencio también se determinan importantes comportamientos que trascienden el sólido soporte racional de la palabra. Callamos cuando al mirar hacia el pasado los recuerdos se enhebran y pierden su orden: nos arrebata la atención una imagen y no sabemos en qué lugar de la memoria asignarla. Calla si comprueba, con inocente fruición, que usted repite aquellos mismos pasos, que camina por aquella vereda tan sucia, estrecha y estúpida. Calla si aquello que le vino a la memoria está compuesto por la maravillosa sustancia de lo indecible. Calla cuando besa, ríe, bebe, cierra los ojos. Y es así, junto con otras incalculables manifestaciones de la utilidad del silencio, como se comprueba que la ausencia de comunicación traza, de forma paralela, una vía tan válida para la expresión de sus reacciones como lo pudo ser la palabra, en la otra margen.

Para elaborar un diccionario verdaderamente útil deberá, por ello, desterrar la afición de respetar la aparente inmutabilidad semántica de las palabras. Comience por deshacerse de aquellos vocablos cuyo significado es tenue o ha sido eternamente desconocido: muerte, destino, esclavitud, etc. Después realice el mismo procedimiento con aquellas expresiones difuminadas por la imaginación humana o agrietadas por la cordura artificial: es el caso de soledad, nostalgia, llanto, etc. Verá que el proceso es largo; abrir las espitas de la imaginación, denunciar la irracionalidad de lo preestablecido es una labor exhaustiva -podrá tildarla incluso de imposible- pero comprobará, cuando haya deslindado los términos y la razón de nuestro diccionario, que ahora contempla un terreno virgen, un compendio racional sin huellas, ni visillos.
Esta vez elija sustantivos, adjetivos, determinantes y preposiciones, arbitrariamente, y sin dilación elimínelos: sería, para usted, frugal el valor de un diccionario de cuerpos y hazañas inertes, de nombres ajenos, de expresiones articuladas y moldeadas por otras mentes.
Si usted ha reparado en ello, se habrá dado cuenta de que todas las palabras que ha ido desechando pertenecen a un mundo preconcebido y anterior a usted; una parte de usted que se disuelve en la conciencia ajena: como los recodos de un jardín bello y gris por el que transita y cuyos caminos fueron aplanados por los que le antecedieron. Palabras, por tanto, que le pertenecen pero que lo desconcertaron y que, a veces, ocasionaron amargura. Después desprecie los verbos de estado, los que le exijan cierto aprisionamiento temporal: quedarse, aguardar, esperar, fingir, etc. Tras ello, haga lo propio con el resto de los verbos; sabido es que no se comprende un proceso de abstracción, si el objeto que ha de discriminar es voluble.

Eliminada ya cualquier expresión que implique vaguedad intelectual, habrá comprobado que en su diccionario sólo existen pronombres, las únicas palabras de prestado que pueden acariciarse y cuyo contenido es completamente respetable para la conciencia subjetiva. Como último esfuerzo, usted habrá de esclarecer la linde entre aquellos pronombres que le pertenecen y la otra extraordinaria forma pronominal que rebasa el radio de la subjetividad: Tú. Nominativo que contrae hacia usted lo que configura su parcela externa. Una llamada, un requerimiento, una muestra de aprecio, una mano que se extiende y tantea, palpa. Una boca que desgarra, un brazo que se estrecha, un nudo que se abre: Un ven acá, si te has ido. Un acércate, si te alejas. Un acompáñame, si has tendido la mano. Un parte, si deseas caminar lejos. Un quédate, si deseas esperarme. Un mírame de veras, si tanto me apreciaste: Tú.

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