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Un paraguas para el martes

Carmen María Camacho Adarve



UN PARAGUAS
PARA
EL MARTES

Cuando era más joven creí que las personas habían perdido la costumbre de mirarse unas a otras por temor a que les diesen noticias tristes o malas. Mas tarde pensé que caminaban sin mirarse por que en realidad lo que iban buscando eran palabras para poder explicar que era la verdad de la vida. En sus miradas siempre se deja ver ese fondo aunque no se muestre abiertamente. Ahora no pienso nada. Bien se que acabo de decir una mentira. Solamente me limito a mirar lo que me rodea. Ya que no es posible dejar de pensar.

Me imaginó lo hermoso que sería que de pronto la gente fuese pobre. Todos fuésemos pobres. Tendría belleza vernos unos a otros, sin bolsos, sin ordenadores portátiles, sin teléfonos móviles, sin gafas de sol, sin relojes de pulsera, sin perros de raza, sin paraguas. Llevando puesto los harapos que vestimos hace años. Si imagino cosas así inmediatamente me siento triste y contrariada.

Pasan a mi lado tres hombres huelen mal. Siento por ellos solidaridad e instinto maternal. Son vagabundos, no tienen una vivienda, ni cuarto de baño para asearse y de esta forma han perdido toda clase de sensibilidad. Hay que aceptar su miseria. Como fue siempre aceptada a lo largo de la humanidad.

Mientras canino bajo la lluvia protegida con mi enorme paraguas negro, no solo del agua, también me protege de los días de la semana y hoy es martes. Doy vueltas al pensamiento que tengo con frecuencia pienso que debería pasarme algo especial ¡nada sucede¡

Esta claro que no quiero que me ocurra nada y bajo este convencimiento mío ¡no puede pasarme nada¡ es sencillo una tiene lo que desea. Si es mi locura personal la llamo de esta forma porque no es pública. Es mi locura personal ya que puedo dominarla.

Siento que a pesar de haber sido obligada a vivir, no estoy preparada para escribir sobre nada y menos hacer un discurso del consentimiento de la vida. Con bastante posibilidad tendría reacciones infantiles. En mi infancia pedida solo entendía el principio de las cosas que sucedían y una vez comprendidas. Salía corriendo. Me daba miedo me daba mucho miedo de la complejidad de la vida.

En este momento vuelvo a tener aquella vieja sensación que experimentaba de niña, cuando solo entendía el principio de las cosas de las cosas que sucedían. Y otra vez estoy escampando protegida bajo mi paraguas, grande de nailon negro, del miedo a la complejidad de la vida.

Ha apretado y llueve muy fuerte. Llama mi atención un friki. El hombre camina empapado de agua lleva puesta una camisa demasiado ceñida al torso replantado su gordita tripa, una chaqueta de color blanco con enormes hombreras y anchas solapas el pantalón ajustado muy por encima de la cintura de un rojo sangre que se lo sujeta con tirantes del mismo color dejando ver los calcetines rosas a la altura de los tobillos y unos zapatos de cuña negros.

Me gustaría preguntarle si ha perdido el interés por comprarse ropa. Le respondería que a mi me ha pasado lo mismo.

En la puerta de una tienda demasiado pequeña veo a un bebé inmóvil dentro se su carrito cubierto por plástico duro y transparente que ahora no lo es, ya que esta todo salpicado por miles de gotas de agua me recuerda a u muñeco.

Arriba los vencejos vuelan empapadas sus plumas de lluvia buscando un tejado en donde guarecerse.

Observo todas las cosas con mucha atención para no perderme lo que para muchos deben ser solo pequeñeces. Ahora doy la vuelta al paraguas y lo lleno de agua de lluvia y con ella voy regando las plantas de las jardineras de los porches y los soportales. Quiero llevarle a la anciana del segundo del viejo edificio donde vivo un poco de agua para que riegue las plantas de su balcón ajadas llenas de polvo que parecen de plástico. Justo por donde ahora camino veo como entre dos coches aparcados cruza un perrillo callejero. El animalito da vueltas a mí alrededor olisqueándome y moviendo la cola durante unos minutos mientras se sacude al agua de la piel y los huesos. Me siento alegre de esta muestra de afecto.

Descubro que se acercan hasta alcanzar mí paso una profesora con sus alumnos, irán a visitar algún museo. De repente se detiene y dice: ¡niños juntaros mas para que la gente tenga mas espacio para andar¡

No se deberían emplear estas frases en lo niños son las que dan comienzo a la tristeza. La maestra trata a los críos como si fueran objetos; sombrillas o paraguas que pudieran plegarse en caso de necesidad. No me extraña que esos pequeños empiecen a rehuir la vida.
Al caminar miro a la gente de los primeros pisos, de los edificios de la calle. Ellos también me miran. Quizá la lluvia nos haya hecho más sensibles.

Hojas de árboles que caen, se volvieron amarillas hace unos días ahora son marrones por el otoño. Bueno invierno casi; las hojas caen por el peso del agua sobre el suelo cubriéndolo de un color marrón brillante y resbaladito. Hace ya unos cuantos días que veo revolotear a las gaviotas por los tejados ¿de donde serán estas aves? Creo que las llevo viendo desde que empezó a llover tal vez las han traído las lluvias. Piensan las gaviotas que si yo me cubro bajo un paraguas lleno de gotitas infinitas se deba a que por aquí hay mucha agua. Una de ellas mira desde un tejado a las amas de casa tender la ropa. Tal vez buscan como yo experiencias irrepetibles. Cada martes, o cualquier día de la semana en todos los balcones, muchas personas tienden la ropa, húmeda o mojada. Me enternece una anciana que cuelga su ropa y desparece dentro de la casa. Unos minutos mas tarde vuelve a salir al balcón y palpa con sus manos ajadas la ropa haber si se ha secado ya. Entra y sale una y otra vez y por unos segundos se queda dormida con la cabeza pegada al cristal su loca impaciencia la lleva hasta el agotamiento. O tal vez sea el cansancio su momento de tranquilidad. El único momento relajado que encuentra en su locura.

Este artículo tiene © del autor.

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