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Ese amor

Ángeles Charlyne

Argentina



La mañana golpeó la ventana con toques suaves y dorados.
El sol, particularmente gozoso, festejaba algún acontecimiento privado, quizás majestuoso.
Lo cierto es que mi cuerpo desnudo bajo la sábana, se entibió peligrosamente, considerando que había abandonado un sueño placentero un rato antes.
La gata siamesa se restregaba, disfrutando en silencio, el roce sensual contra mi piel y el rumor proveniente de su pecho, sonaba como la satisfacción después del amor.
No era mi caso.
En realidad sí, porque en el sueño la posesión a que fui sometida, no dejó lugar para reclamos Una fiesta total de los sentidos.
Miré el reloj con el abandono propio de quien tiene las obligaciones convenidas a plazo fijo, con los vencimientos atendidos morosamente.
Mucho mejor sería amorosamente. Pero el amor no convive con el dinero. En realidad negocia. Pero esa preocupación ya la había domesticado por aquel entonces.
Decidí abandonar el lecho, con pereza.
Manejar mi tiempo, ese día, se había convertido en una obsesión. El domingo es para mí. Y no admití discusiones internas ni de propios ni extraños.
La luna del espejo a quien le concedo la atención doble, por su simbología y por ser el dedo acusador que trato de humillar con cada sonrisa, mi arma que desarma,  indicaba que el pronóstico de la jornada era “cielo despejado” y la brisa con olor a azahar llegó para convalidar certezas.
La ducha perló tibiamente la geografía que esperaba su relevamiento. 
Me tomé el tiempo del mundo, que me pertenecía con la legitimidad de haber librado las batallas necesarias, para que esa ganancia fuera algo más que certeza.
La temperatura del agua suele jugarme malas pasadas a la hora de despertar sensaciones.
He tenido sobresaltos placenteros en más de una oportunidad  cuando la caricia y la espuma atraviesan confusiones deliciosas. Me prometí no conceder esa franquicia.
La bruma del cuarto era niebla cálida de octubre.
Luego de abandonar el azulejado mundo malva y frotar vigorosamente la necesidad de que la sangre huyera de la inercia,  volví a contemplar el interrogante del espejo.
Lo que vi era suficiente y bueno.
La ceremonia para la guerra, tiene rituales y yo disponía del tiempo necesario para que los colores con que se empenacha la conquista y el escudo de armas que porta la piel, se correspondan.
Por lo tanto ritualidad, gestualidad y prendas para disparar la sinfonía de colores debía, ese día, reunir tonos de Matisse, sonar como Bach, y resumir la estética de Mariategui. Ser rítmicamente cristiana y marxista, a la hora de tomar las decisiones que siguieran.
Cuando los aprestos estuvieron resueltos, miré condescendiente el teléfono y la computadora.
Las comunicaciones, hoy, serían subordinadas en aras de un mejor destino.
Dejé el cuidado desorden que huele mejor cuando se lo descubre y aprobada -por dos tercios de mí-. Salí.
La calle me brindó el abrazo gozoso y pasional de las temperaturas desbordadas. Tambaleó, un tanto mi voluntad.  Pero iba ligera de ropas y con ropa ligera, clara, haciendo juego con el día que, por otra parte, tenía el compromiso de respaldarme.
Caminé con ese paso largo y lánguido que suele mojonear miradas de consulta.
No puedo menos que aceptar aquello que es natural y me excede.
Crucé algunas plazas donde los rojos se agitaban para saludarme como un símbolo más de la silenciosa complicidad que se suele detectar cuando uno está armónico con aquello que lo rodea.
Las mesas blancas y las sombrillas verde oscuro, rodeadas de aromos amarillos tal vez envidiados por Van Gogh, tenían casi una misión, alinearse corteses a mi paso para acompañar con la discreción del caso, la dirección final.
Nunca mejor dicho. Pero estaba segura. Ni una línea de humedad en la palma de mis manos delataba ansiedad ni vaivenes emocionales.
Tenía la seguridad de la golondrina que viaja rumbo al sur atravesando continentes, sin desviarse un milímetro del destino.
Ellas como yo guardaban el rumbo de la memoria superior, que se suele recibir de manera indiscriminada, irracional, concedida.
La sabiduría consiste en aceptar ese equipaje de certezas y agradecer, algo que practico con perseverancia.
Allí donde la penumbra era más que grácil,  y los tonos se resumían, estaba él y su lugar. Camino del encuentro, a veinte pasos del duelo, recogí de una bandeja que marchaba en sentido contrario, portada por una camarera nórdica, la copa helada del chardonay,  más oro que nunca, más frágil bajo mi lengua, que nunca, más escurridizo hacia mi garganta que nunca. Pero sucedió que tenía tanta sed como hambre, la posible y mágica combinación que da el saberse esperada por quien uno desea que la espere.
No necesitamos más que rozarnos la piel para que nuestros labios se dijeran lo necesario, con la intensidad y posesión generosa que no mide plazos,  teníamos tanto que decirnos sin palabras, que las caricias detuvieron el murmullo de la brisa, hubo un silencio expectante, superior, pero necesario.
Debíamos modular urgencias. Aquel diálogo silencioso, donde las miradas naufragaron para siempre, tenía que terminar con la incertidumbre y los tonos ocres.
Los dos fuimos homenaje a la luz. Bebimos paladeando los minutos previos.
Teníamos la vida por delante, los dos lo sabíamos y queríamos que, por un momento pudiéramos cerrar y borrar la puerta del pasado.
El sueño estaba comenzando...

 

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