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Las culpas del mundo

脕ngeles Charlyne

Argentina



La duna amarilla pareci贸 brillar en ese mediod铆a incierto de playa. La soledad sorprendi贸 a Soledad, en mitad del camino del parador y se detuvo. Levant贸 su cabeza y el sol castig贸 con un dedo de fuego. No le import贸, llevaba mucho sol y mar sobre su cuerpo bronceado, esbelto, sin tiempos, asombroso para los otros, sin cuidado para ella.
El mar rezongaba torvo en el horizonte ansioso, tal vez por lamerla.
Un cierto temor vagabunde贸 por la tristeza olvidada de Benedetti en alg煤n libro, por supuesto olvidado del olvido. La comprobaci贸n que nadie hab铆a bajado a la arena, era inquietante, improbable, indemostrable, demoledora. Camin贸 sinti茅ndose tan sola como nunca, tan cierta como siempre y tan curiosa como se lo esperaba.
La ausencia de voces plane贸 sobre las olas, remont贸 ansiosa buscando destinatarios. Hubo un leve silencio marino, s贸lo perceptible para ella, comprob贸 que la vela de su embarcaci贸n se mec铆a complaciente en la bah铆a pr贸xima. Su retirada estaba asegurada. La retaguardia cubierta. Camin贸 y sus largas piernas doradas, firmes y seguras, no admitieron vacilaciones a pesar del desconcierto. No poder comentarlo m谩s que para sus adentros, era en cierta forma un desaf铆o.
Descendi贸 erguida, estatuaria, convencida que cerca del mar la fiesta siempre es completa, para que los sentidos obliguen a retroceder fantasmas.
Las postales de la memoria se amontonan, como los puertos recorridos, los cuerpos abrazados, los placeres consumidos y consumados, las mesas bien servidas y las copas mejor bebidas.
En la arena h煤meda encontr贸 razones para levantar un castillo, mientras caminaba bordeando el agua, jugando a eludirla, a no ser alcanzada, el juego que mejor jugaba, el que m谩s le gustaba jugar.
Supuso que una raz贸n m谩s que razonable tendr铆a incidencia en esa repentina soledad. La raz贸n no siempre resulta de la raz贸n, tambi茅n llega desde la fuerza, por eso la fuerza de la raz贸n, sublima a la raz贸n de la fuerza, a veces.
Sumergi贸 su mirada en la cresta verde de la primera ola que se derrumbaba sobre la costa, para sentirse proyectada en el espacio y arrojada, brutalmente, sobre la arena tibia; le hizo sentirse casi propietaria del santo grial, due帽a del todo, ama de la nada; algunas gotas fugitivas desobedecieron y perlaron su cuerpo, un tanto m谩s ambiciosas que las otras; parec铆an supuso, que quer铆an explicarle algo vinculado con el misterio de la desaparici贸n de la gente.
Se encogi贸 de hombros, pese a que la resignaci贸n no era parte de su vida; porque la suya muda por la garganta coloraturas de arena. Pensaba que la salvar铆an los granos, menudos de arena, que antes de ser granos son y fueron sue帽os yunteros.
Oli贸 fragancias penetrantes, propias de lo singular. Nada era compartido y los olores tuvieron el impacto sensorial que da ser la 煤nica receptora de eso que el aire trasladaba. Una mezcla de fresias tard铆as, mutando a silvestres lavandas, impregnaron los tiempos siguientes. Observ贸 que el sol hab铆a viajado repentinamente r谩pido para su gusto y le pareci贸 m谩s alto que de costumbre.
El camino volvi贸 a empinarse esta vez con destino al acantilado desde donde pod铆a divisar la aldea. Supo, por instinto, que all铆 estaba la clave. Cuando lleg贸 y sus pies asombrosamente perfectos y vagabundos, lograron trepar con la gracia de nunca, pudo ver que las callejuelas, los negocios y las casas estaban vac铆os, abandonados, las puertas y ventanas luc铆an el apuro de sus moradores presurosos, por causas desconocidas, que marcharon hacia alg煤n ignoto destino.
驴Todos juntos y al mismo tiempo? 驴En realidad se marcharon juntos, alguien los dispers贸, les dieron una noticia o huyeron?
La pregunta flot贸 sobre las olas y devolvi贸 pinceladas de quietud. Las mariposas irrumpieron, inesperadamente amarillas, para murmurar respuestas que ella no pod铆a entender.
Soledad, escribi贸 en la arena, la pregunta: 驴Qu茅 pas贸? Y el p谩jaro oscuro que extendi贸 las alas, dirigi贸 las fijas y fulgurantes miradas, que se llev贸 a dos vueltas sobre su cabeza. Se sent贸 en la arena y dej贸 que el sol volviera a acariciarla. Dispuso que fuesen las manos de Alejandro, c谩lidas y potentes, para hacer m谩s propicia esa loca decisi贸n de esperar lo inesperado.
Un tiempo despu茅s y luego que el silencio resultara casi ruidoso, la brisa se ensa帽ara con su cuerpo y las gotas de las olas abandonadas, agotaran su forma de llamarle la atenci贸n, el p谩jaro oscuro regres贸 planeando desde lejos, majestuosamente, subi贸 y pleg贸 las alas como indic谩ndole seguirlo. Viaj贸 en direcci贸n mar adentro. Ella no vacil贸 se dej贸 llevar y comenz贸 a nadar. Advirti贸 que las mariposas la segu铆an a prudente distancia, casi custodi谩ndola. Fue superando el oleaje hasta abandonar la zona aleda帽a a las playas all铆 donde cambia la fuerza del agua, hasta que en el fondo le pareci贸 ver una ola tan alta, que borraba el horizonte, en el centro crey贸 ver el contorno de una puerta, se dijo que el sol dibujaba para ella. Que no supo porque no eligi贸 ir en su embarcaci贸n y adem谩s desde donde esas preguntas merec铆an respuestas atinadas. Sus brazadas firmes se aligeraron y tambi茅n el ritmo a medida que se aproximaba a esa mole que ya le tapaba el cielo.
Cuando la velocidad era imposible de ser cierta y el valle anterior que se produce cuando la ola gana altura, era un foso verde y revuelto, comprendi贸 que el rumbo era fijo y deb铆a atravesar la puerta. No dud贸. Tampoco el tiempo se lo permiti贸. Meti贸 la cabeza entre sus brazos y embisti贸 la parte central de esa puerta dibujada por el sol. La atraves贸, la ola pas贸 por encima suyo y all铆 estaban.
Una plana serenidad astral, casi la playa infinita de un continente desconocido hab铆a congregado a los 煤ltimos pasajeros del arca de la humanidad, supo sin comprobarlo que esa ola gigantesca llevaba como destino lavar las culpas del mundo y el tiempo malgastado del odio.

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