Una suave brisa vespertina desplazaba con laxitud, los jaldes y acorazonados nenufares, sobre la superficie de las frÃas y desabridas aguas de aquel pequeño estanque, alrededor de las coloridas ninfeas acuáticas, se arracimaban orbiculares rimeros de hojas verdinas y rizomas feculentos, sobre los que se mantenÃan impasibles algunos batracios con piel granujienta y parda, con manchas negruzcas en el dorso y rojizas en el vientre; su continuo croar quebraba el secular y absoluto silencio, que sonorizaba aquel bucólico y exigüo lago.
En el turbio fondo subacuático numerosos alevines exhibÃan sus escamosas aletas dorsales mostrando sus vivos colores rojizos y dorados, que resaltaban en el azulino plomizo de unas aguas denegridas, fuliginosas, y estáticas a las que los espesos ramajes de los frondosos sauces llorones, proporcionando una flexuosa y tremolante sombra.
Rodeando a este oasis de exhuberancia un atusado y laberÃntico jardÃn señorial, complicaba en gran medida el acceso a este vergel de vida, convirtiendo en verdadero lauro su singular descubrimiento.Quizá dificultaba aún más su hallazgo la existencia de innumerables y marmóreas estatuas, todas ellas nÃveas y lactescentes, que con sus brazos extendidos señalaban distintos puntos cardinales; de entre todas ellas destacaba una bella nereida con talle de mujer y extremidades inferiores cartilaginosas, y escamosas formando una gran cola de pez, que mantenÃa sus brazos en cruz indicando simultáneamente el levante y el poniente, añadiendo desconcierto a la búsqueda.
Junto a este remanso de melancolÃa y sosiego, se extendÃa un luengo herbazal, una alfombrada praderÃa, que lindaba con unos tupidos y nemorosos bosques de conÃferas, que escondÃan en su interior un lÃmpido y transparente manantial de agua viva, que brotaba espontáneamente pandeando en minúsculos hileros y venajes, que aguas abajo formaban descomunales cascadas que con su estruendo despertaban la apacible vida en aquel maravilloso lugar.
Con la caida de la noche los noctámbulos murciélagos volaban en circulo alborotando con sus molestos chillidos, la callada noche.
Las derretidas velas de las lámparas del palacio de Neustein, aún refulgÃan por entre las impresionantes cristaleras diáfanas, proyectando su ambarino claror sobre la inmediata oscuridad de la primaveral madrugada.
En su interior, un viejo blanco de rostro, con los ojos enfoscados, los párpados entornados, y las mejillas pálidas paseaba su perfil corcovado, sosteniendo en una de sus manos una dorada candela, que alumbraba timidamente su misterioso y enigmático paseo...
(...)