Violencia en Argentina (XLVI):
La crueldad como patrimonio nacional
En El matadero Esteban EcheverrÃa prefiguró, sin saberlo, a la Argentina futura: un grupo de personas apremia hasta que revienta a un hombre que, como toda identificación, se lo diferencia de los torturadores por su clase social y, en el marco de referencia histórica en que transcurre el cuento, por ser opositor de Rosas. EcheverrÃa elaboró el texto como un reflejo de la época de la marzorca y el terror, pero por virtud artÃstica y voluntad de una sociedad tilinga ese escrito devino en karma nacional.
Los “otros”
La idea del grupo que agrede a un individuo es suficientemente opresiva en literatura como para que la realidad la adopte. Pero lo hemos visto en partidos de fútbol, con patovicas selectivos, en conciertos de rock, con barras bravas que se jactan de serlo y sonrÃen a las cámaras como si apalear a un fan del equipo contrario fuera una manifestación deportiva. La tortura sistemática empleada por los militares del proceso no es más que una de las formas que adopta esta cultura de la violencia que traemos enquistada desde la antinomia civilización o barbarie. El poder del grupo se enseñorea sobre el individuo aislado. EcheverrÃa lo explicitó con amarga ironÃa: «¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! Siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la vÃctima inerte» (cfr. El matadero. Norma, 1990. p. 26).
Argentina vive escindida entre los unos y los otros, y la otredad es, siempre, el consenso del mal, lo nebuloso que hay que eliminar. Que se trata de una pauta cultural que anida en el ideario colectivo lo sugieren dos asesinatos recientes, por no mencionar la desigualdad de poder y capacidad de dañar de los criminales que últimamente eligen a sus vÃctimas entre ancianos indefensos.
La impunidad
Los crÃmenes de Ariel Malvino en Ferrugem, Brasil, y el del suboficial Jorge Sayago en Las Heras, Santa Cruz, tienen caracterÃsticas comunes que fortalecen esta hipótesis. El hecho, además, de que los probables asesinos de Malvino sean oriundos de Corrientes, una provincia en la antÃpoda de Santa Cruz, pasando por los asaltos selectivos en Capital Federal y Gran Buenos Aires, confirmarÃa a la barbarie como rasgo cultural del argentino medio y no como producto arbitrario de algún lugar exótico. Tampoco se trata de falta de educación ni de problemas económicos acuciantes en ninguno de los dos casos, con lo cual al menos uno de los tópicos acostumbrados se diluye.
Malvino fue golpeado por la espalda mientras enfrentaba a otra persona y, una vez en el suelo, reventado con una piedra de 17 kilos. Sayago recibió primero un tiro en el omóplato, que lo tiró al suelo, y allÃ, indefenso en medio de la turba de petroleros, fue acuchillado. Luego alguien le sacó el casco y le rompió el cráneo con un fierro. Los que atacaron a Malvino huyeron de regreso a Argentina; los de Sayago escaparon en el anonimato que brindan las sombras y el poder de los pactos de silencio entre gente habituada a golpear antes que argumentar, y que disfruta de una dispendiosa impunidad.
Es interesante observar que el Presidente Kirchner salió a defender al petrolero Mario Navarro, y que el juez que habÃa ordenado su detención ordenó su liberación para descomprimir la protesta. Es decir que los asesinos son doblemente impunes, porque asesinaron y están libres, y porque consiguieron lo que buscaban al asediar la comisarÃa: la liberación de su lÃder. Navarro no regresó a la cárcel después de calmados los ánimos, con lo cual cabe preguntarse porqué la justicia habÃa ordenado su captura. O no era necesaria, o los petroleros de Santa Cruz tienen más poder que el juez.
Nuestra idiosincrasia
Ambos crÃmenes remedan, a su manera, aquel matadero de EcheverrÃa: la turba frente al hombre indefenso, y el ámbito, con su carga simbólica y su peso especÃfico sangriento como lugar en donde habitualmente se mata. En Ferrugem, el marco fue la madrugada, el alcohol, las drogas que se venden a la vista de los patrulleros, el patoterismo argentino que brota en cualquier latitud, dentro y fuera del paÃs. En Las Heras el desierto por partida doble, tanto de la población que procura resistir su avance como de esas personas que cada dÃa pierden un poco más de dignidad y se van hundiendo en la miseria y la falta de horizontes. Ferrugem no es muy distinto de Las Heras: esa localidad colorida y de fiesta permanente en el verano oculta la ambivalencia que en Las Heras fue más explÃcita, al menos desde la infrecuente ola de suicidios que la hizo conocer en todo el paÃs.
Por sus actores, se trata de dos polos de similar cultura: la barbarie. Ambos crÃmenes se equiparan en la crueldad y saña con que fueron urdidos, en el deseo de aplastar un cuerpo que ya estaba herido. ¿Qué extraño designio puede llevar a esta conducta? Un conocedor de Corrientes afirma que la moda de terminar con la piedra en el suelo lo que se comenzó con los puños nació allà hace dos años, y que es una suerte de distintivo local. Hay otro mensaje rondando en esa voluntad de partir y quebrar en la gratuidad (ya Malvino y Sayago no podÃan defenderse, y quizás ninguno sobrevivirÃa, con lo que la piedra y el fierrazo fueron la rúbrica soez de un discurso excesivo, brutal). No se trató solamente de matar a “otro”, sino de dejar un cartel de visita, una señal para que los que quedaban vivos interpretaran el mensaje.
Ésos somos nosotros, en cualquier parte de la Argentina. De que sepamos ver en los intersticios de esta barbarie depende, entre otras cosas, nuestro futuro: que la crueldad deje de ser nuestro patrimonio y emblema, y se vuelva la excepción. El afán por desgañitar un cuerpo indefenso dice tanto de los autores directos como de los espectadores que hoy callan, por miedo o connivencia, y de aquellos otros espectadores, nosotros, más alejados del lugar de los hechos pero no de la idiosincrasia vernácula que les dio sustento.
© Carlos O. Antognazzi
Escritor.
Santo Tomé, febrero de 2006.
Publicado en el diario “Castellanos” (Rafaela, Santa Fe, República Argentina) el 15/04/2006. Copyright: Carlos O. Antognazzi, 2006.