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RECUERDOS

Harmonie Botella

España



 

Mi abuela murió en marzo del dos mil. África Benítez se llevó con ella los recuerdos de su marido, el anarquista José Chaves Almagro, y los de toda esa pobre gente que murió en los campos de trabajo de Argelia o la que nunca pudo volver a España.
Al huir de Andalucía, se les atribuyeron a mis abuelos crímenes perpetrados en Ronda. Los que se quedaron en su tierra designaron a los exiliados políticos culpables de varias matanzas. Para salvar a los que se habían quedado en España, era mucho mejor que fuesen condenados a muerte los que habían emigrado a otros paises.
Los primos y tios de mi abuelo no pudieron marcharse, ni vivir en Andalucía. Por despedirse de mi abuelo fueron fusilados.
Mis abuelos no mataron ni una mosca y mucho menos a ningún cura, a pesar de los rumores, o verdades, que corrían sobre los anarquistas.
A raíz de los escasos datos que me dio mi madre, hará ya varios meses, empecé a investigar y a dirigirme a diversas asociaciones, archivos, bibliotecas para reconstruir un espacio de tiempo que no aparecía en ningún manual de textos, en ningún programa de televisión. El exilio, los campos de trabajo en Argelia no existían. Era como si una mano negra los hubiera borrado del mapa.
Hablé con varias personas mayores de los buques que salieron de Alicante el veintinueve y treinta de marzo de mil novecientos treinta y nueve, con destino a Méjico, y que fueron desviados hacia Argelia por la flota francesa. La mayoría desconocía el hecho. Los otros me comentaron que en esos barcos huyeron los asesinos de guerra, los pudientes, los ladrones con las joyas y oro que habían robado.
Mi familia materna no conocía ni asesinos, ni ladrones. Era una familia corriente que en mil novecientos treinta y seis vivía en una casa de Ronda. Mi madre recuerda sus juguetes, una habitación muy grande, que debía ser la sala o salón, y al final de la casa un cuarto negro donde sus padres colgaban el jamón, y una cocina muy clara que daba a una calle llena de alegría y de ruidos. Todas las habitaciones tenían unas rejas al igual que las de las otras casas.
Volvimos a ver esa casa unos treinta años después. No tenía ningún parecido a la de los recuerdos de mi madre..., era y es actualmente un bar.
Mi madre me contó que a principios del treinta y seis los nacionales empezaron a buscar a mi abuelo para detenerlo, ya que solía reunirse con un grupo de anarquistas. Fue encarcelado durante meses en Santa-María. Cuando volvió a Ronda coincidió con las manifestaciones de la Calle de la Bola contra los nacionales. Estos últimos aprovecharon la presencia de mi abuelo para acusarle de haber matado a seis curas en el puente del Tajo (olvidaron este grupo de nacionales que cuando murieron dichos curas, mi abuelo estaba aún detenido)
Pero mi abuelo era un personaje que urgía detener y fusilar: tenía la responsabilidad de proteger la documentación y bienes del grupo anarquista que trabajaba en la zona. Era mi abuela la que tuvo que esconder siempre ese tesoro y documentación.
Antes de marcharse entregaron esta responsabilidad a la C.N.T, porque mi abuelo estaba seguro que lo arrestarían enseguida y lo fusilarían. Cuando salieron de España, sólo pudieron llevar consigo la bandera negra y roja, bordada con letras blancas de la C.N.T que mi abuela tuvo que transformar posteriormente en ropa interior para no ser detenida .
No pudieron llevarse nada más que una miserable maleta de ropa..., que perdieron o les robaron durante el camino.
No eran ricos y no tenían ni una maldita joya que pudiesen cambiar por un poco de comida..., como hicieron otros.
Estalló la guerra y se escaparon. Anduvieron ocho días y ocho noches. Bebieron agua de las acequias y comieron lo que les daban los milicianos. Sufrieron los bombardeos por un lado (los barcos) y por otro (los aviones). Todo era un estallido infernal y mortal. Los niños gritaban y lloraban, solos por la carretera, sin padres, sin hermanos, sin entender lo que ocurría.
En Almería, los bombardeos iluminaban la noche. Era el cataclismo final.
Arrastrándose por esos senderos, mi madre y sus hermanos cogieron sarna y mi abuela les frotaba la piel hasta que sangraban.
Por fin, llegaron a Alicante. Una tregua en su huida hacia la libertad.
En el año setenta y seis, mi madre quiso volver al lugar del que tantos recuerdos guardaba, muy vivos todavía, pero una bomba había estallado cerca de la casa, (por suerte ésta estaba intacta), y al lado del hueco, dejado por el artefacto, hace cuarenta años, habían puesto un bar. Hablamos con la dueña del establecimiento y después de explicarle lo relatado anteriormente..., sacó unos recibos de luz del año setenta y seis que se seguían pagando aún a nombre de mi abuelo.
Aunque parezca inverosímil, la historia va dejando su huella y nos permite remontar hasta acontecimientos lejanos.
Gracias al empleo que consiguió mi abuelo -era conductor de ferrocarriles- pudieron empezar a comer de nuevo y llevar una vida normal, dentro de la anormalidad de la guerra. En el treinta y nueve mi madre tenía casi diez años y recuerda muy bien que dieron permiso el ventinueve de marzo a las mujeres y a los niños para embarcar en el África-Trade. Separaron a las familias.
Mi madre siempre creyó que mi abuelo salió de Alicante a los quince días; investigando en los libros de la biblioteca Gabriel Miró, constaté que los nacionales tomaron el poder el treinta de marzo, fecha en que partió el último barco, el Stanbook, donde iba embarcado mi abuelo.
Las mujeres y los niños salieron hacia Argelia..., y los hombres quedaron en el embarcadero.
Descendieron en Orán, pero las autoridades desviaron el barco hasta Ténès. Allí fueron encarcelados, como si fueran criminales, y tras una revisión médica se les desparasitó, revisión humillante, como si hubieran sido animales, y para más ultraje, los enviaron a unas naves que más bien parecían un campo de concentración.
En unos barracones vivían varias familias. Dormían sobre la paja..., y estaban vigilados por unos senegaleses con sus pesados fusiles. De vez en cuando, sin ton ni son, daban una orden y los mandaban a otro campo de refugiados, a otro barracón.
Las mujeres no trabajaban pero tenían la obligación de tejer para los militares franceses que combatían contra los alemanes. Fue así como mi madre, con diez años de edad, aprendió a hacer punto... y a ganarse la vida. Por cada prenda, los franceses regalaban un ovillo de lana a las mujeres.
Por fin en mil novecientos cuarenta, los refugiados fueron liberados y mandados a familias francesas de acogimiento que intentaron ayudarles. La Cruz Roja dio noticias de los familiares que el exilio separó y mi abuela se enteró que su esposo estaba internado en Colombéchar y empezaron a escribirse. Supo que los refugiados de este campo estaban utilizados como mano de obra para construir la línea de ferrocarril: Mediterránea-Niger. Mi abuelo, al ser el conductor del tren, fue entrevistado por una periodista francesa y salió su foto en un periódico. ¿Pero cuál? ¿Se hablaría en este articulo de las humillaciones, del sufrimiento moral y psíquico de los exiliados?
En diciembre del cuarenta y siete, hubo un movimiento de exiliados hacia Marruecos y entre ellos se encontraban mis abuelos.
Allí conoció mi madre a mi padre y a un gran número de españoles, que fueron acogidos por unos, y rechazados por otros.
En tal lugar supo que el enfermero mayor, Milan, escondía en su casa a la familia Vivas que guardó los archivos de los españoles en Marruecos antes de que se les ayudara a huir hacia Venezuela.
El teniente coronel Mera, que ganó la batalla de Teruel, comía en casa de mis abuelos paternos (J. y M. Botella), pero vivía escondido en la terraza para que nadie lo descubriese.
En mil novecientos cincuenta y seis, un poco antes de la independencia, la familia Chaves tuvo que huir nuevamente a Francia donde empezaron una nueva vida.
Cuando recuerdo la historia de mis abuelos, pienso muchas veces en los textos de Borges. La historia es un círculo. La vida en un círculo.
Nací en Marruecos, me eduqué en Toulouse y vivo en la provincia de Alicante, donde mis abuelos se escondieron durante casi tres años.
Mi hija mayor, nació en Francia, se educó en Alicante y vive actualmente en Toulouse. Espero que mi hija pequeña que vio la luz en Alicante no le dé por irse a vivir a Marruecos o a Argelia. A lo mejor se marcha a Ronda a vivir en la calle La Bola...
A partir de los recuerdos de mi madre investigué todo lo que estaba a mi alcance. Pocos comentarios sobre el tema. Seguí consultando otros estudios sobre el exilio y los campos de trabajo. No encontré nada que hiciera referencia al campo de Colombéchar donde mi abuelo estuvo recluido para construir la red del ferrocarril Mediterránea-Niger. Escapó de este campo el mismo día que entraron las tropas americanas y fue enseguida detenido por la policía francesa y encarcelado en Blida, donde mi madre iba todos los días a llevarle comida.
Ningún indicio tampoco del campo de refugiados de Ténés donde vivían mi abuela y sus hijos. Mi abuela solía contar que era la más madrugadora de todas las mujeres. Se levantaba muy pronto e intentaba buscar alguna flor para prenderla de su largo cabello.
Lo que estoy relatando no tiene, supongo, ningún valor científico ni histórico. De momento sólo pretendo dejar una constancia material de lo que nos transmitieron verbalmente mis abuelos, mi madre, mis tías, hasta que descubra algún estudio sobre este exilio en África del Norte.
Hace unos días, una gran amiga mía, Menchu, me puso en contacto con un señor mayor que salió de Alicante en el Stanbook y fue retenido en Colombéchar, con mi abuelo.
Este señor que se llama Manuel Benavente me contó que, gracias al señor Llopis, de la Diputación de Alicante, embarcó en el Stanbook, cedido por Léon Bloum para ayudar a los socialistas y anarquistas a huir de las tropas nacionales.
Manuel Benavente me dijo que un amigo suyo, el general Moroto, se negó a subir en el buque y fue inmediatamente fusilado. Manuel, para no ser reconocido, tiró su documentación al mar, y a las once menos cuarto, se integró al grupo de todos estos españoles, en el cual estaba mi abuelo. Creían alejarse de la pesadilla fascista e iban a integrarse más adelante en la pesadilla del destierro, de los campos de trabajo forzoso.
El barco llegó a Orán y Manuel Benavente entendió que los militares lo dirigirían más adelante hacía Boghari, el peor de los campos de África del Norte. Se hizo pasar por moribundo. Lo dejaron, pensando que su muerte era cercana.
Los franceses creyeron que se recuperó por arte de magia. Como era un hombre culto, deportista, le encargaron varias tareas que le permitieron escapar de duros trabajos, de castigos corporales, y de la humillación.
Por su don de palabra, su cultura, Manuel se ganó la confianza de la delegada de Pétain en los campos de trabajo. Le asignó varias tareas: una de ellas fue organizar una selección de fútbol española que ganó un partido contra Argelia.
Como Manuel se fue con lo puesto, poco a poco le invadieron los piojos. Una mujer, Rosa Gardel le dio una chaqueta en la cual encontró, unas semanas después, una cajita que contenía un sello de la Presidencia del Gobierno. La entregó a la C.N.T.
Algún tiempo después, el propietario de la chaqueta, un tal Paquito, le preguntó si no había encontrado algo en uno de los bolsillos. Manuel le contestó que no. A partir de ese momento se dio cuenta que el tal Paquito pasaba a los exilados de Orán a Marsella, previo pago de la documentación que les proporcionaba.
Benavente se incorporó en la segunda compañía de Colombéchar y trabajó en el hospital. Ahí, prometió a Vicente Manuel que compondría una obra para todos estos españoles que marcharon de España.
En mil novecientos cuarenta y uno huyó con un compañero, Sala, y llegaron a Huerfa. Vestido como un árabe llegó a Ourda y contactó con el anarquista Sánchez. Durmieron en casa de una señora que se llamaba Brígida y entablaron relación con otro anarquista: Mera.
Como la historia da tantas vueltas me estoy preguntando si este Mera no podría ser el mismo que escondió mi abuelo paterno.
Por fin, Manuel Benavente llegó también a Casablanca y se le pidió ayudar a los aliados y enemigos de los nacionales y socorrer a los heridos en el hospital.
Cuando finalizó la segunda guerra mundial, Manuel Benavente dirigió el Comptoir Continental en Casablanca.
Llegó la independencia y, como muchos europeos se refugió en Francia.
De esta vida de miseria, de huida, de dolor, de recuerdos amargos, dan constancia numerosos estudios y libros cuyos títulos he recopilado a lo largo de varios meses y conservo por si algún periodista o historiador desea transformar estos recuerdos en historia.
En uno de dichos estudios, en la revista Canelobre, del Instituto Gil-Albert, de Alicante, he leído que después que el coronel Mera dejase Argelia, desaparece su rastro, hasta que fue detenido en Casablanca. Pues, señores historiadores, Mera estaba escondido en Casablanca en casa de mis abuelos paternos.
Este hecho es también un recuerdo que el día de mañana se transformará en historia.

Harmonie Botella

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