Tapiz multicolor donde la variedad es la norma. Un desfile de banderas que se entremezclan, un repertorio de aromas y sabores que aderezan una gastronomía de riqueza sin igual. Ritmos y cadencias amalgamados en un pulsar de vibraciones provenientes de los rincones más recónditos del continente.
En el centro: dos idiomas. Dos idiomas que se rozan. Se rasguñan, se invaden y se asaltan el uno al otro. Dos idiomas muy disímiles que desconocen las fronteras impuestas por las páginas del diccionario y que sólo saben de la necesidad intrínseca de la comunicación entre sus hablantes. Dos idiomas que a diario construyen puentes, que se calcan, se acarician, se moldean, se reinventan.
Español e inglés en Miami están marcados por los préstamos. Como suele ocurrir cada vez que dos idiomas se tocan tan de cerca, los hablantes, cargados de sus propios localismos lingüísticos, echan mano de los recursos que conocen para hacerse entender. Esa necesidad creativa muchas veces provoca el prurito de puristas y catedráticos de la lengua. Pero, ¿no es el habla un elemento tan vivo como sus hablantes?
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