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SUICIDIO

Marie Rojas Tamayo

CUBA



El éxito del suicido depende del método elegido. Por supuesto, se ha de estar bien seguro de que se quiere dar ese paso, porque eso de quedarse a medias siempre da mala fama. Pero sigue siendo la forma de llevarlo a cabo lo esencial, nada de esos ahogos solitarios en la bañera, o ahorcamientos en hoteles de tercera clase con el pestillo pasado por dentro, para no hablar de las aberturas de venas en cementerios desolados, que sólo sirven para restarle poesía al momento supremo del suspiro de cierre, que jamás será escuchado por oído alguno, en este mundo o en el que tal vez nos espera. Nuestra última actuación debe ser digna, sin demasiadas alertas, prescindiendo de inútiles histerias que sólo promueven intentos de rescate - a veces exitosos -, eludiendo las multitudes, pero obligatoriamente ante un testigo, elemento imposible de obviar... quedaría todo en un vano performance si no se encuentra un espectador.

Había elegido aquella carretera, a las doce de la noche. Contenía todo lo imprescindible: iluminación suave, pero suficiente, soledad para meditar y, lo más importante, el testigo, que en este caso sería el mismo que llevaría a cabo la acción de dejarla sin vida.

Ya había dejado pasar dos autos, uno iba lleno de jóvenes bulliciosos, ajenos a toda angustia; el otro, conducido con demasiada precaución por una señora menopáusica. Ahora veía en la lejanía acercarse dos luces a la velocidad necesaria. Con los anteojos de visión infrarroja que había adquirido especialmente para la ocasión logró distinguir el rostro del chofer: un hombre maduro, tal vez casado y padre de familia... ¿qué haría en la carretera a esa hora? Quizás regresaba de una aventura extraconyugal, motivo de más para que no prestara la suficiente atención a la carretera...

Fue sólo cuestión de un instante, la joven saltó literalmente frente al auto, con los brazos abiertos y más bien se dejó caer bajo las ruedas. Por más que trató de girar, frenar, intentar lo que fuera, el pesado armatoste metálico le pasó por encima, frenando a unos metros de distancia con un patinazo que casi lo hace volcarse, rugiendo con gañido de bestia enferma.

El hombre abrió la puerta y corrió. Estaba muerta, definitivamente ida. Su cuerpo exánime rebelaba a una mujer casi adolescente, delgada y de cabellos claros, que de no estar cubierta de sangre tal vez sería bella en su sueño eterno. Y ahora ¿qué hacer?... Llevarla a un hospital no le conduciría más que a una noche de papeleo interminable que terminaría en la prisión, para no hablar de sus hijos, de su esposa... del simple hecho de tener que declarar que estaba en esa carretera a esa hora cuando era obvio que no era el camino de regreso de su oficina, sino de la casa de ya se sabe quién...

"Adiós, muñeca", dijo apartando un mechón de la pálida frente de la muchacha. Y sin más culpas que saber que llevaría ese secreto para siempre consigo, encendió el auto y partió, a donde lo esperaba la cálida cena, la tarea escolar de los hijos, ensayando la expresión que asumiría cuando el noticiero del día siguiente anunciara la anónima víctima descubierta en una carretera solitaria.

Ella vio el auto perderse en la lejanía.

Pasados unos segundos, se incorporó, fue en busca del bolso que había dejado oculto entre los matorrales y con la ayuda de una toalla y una botella de agua se limpió las huellas de su propia sangre. Luego sacó una muda limpia, se cambió, amparada por las sombras y guardó en una bolsa plástica las ropas y la toalla, que luego se encargaría de botar en cualquier basurero lejos del lugar elegido para su vigésima muerte.

Había descubierto su extraño poder de resucitar, de regresar, de regenerarse, o de como diablos quisieran llamarlo, cuando hizo su primer intento de suicidio. Esta vez había escogido mal, una sobredosis en unos asquerosos baños públicos. Por suerte regresó a tiempo de enmendar el error. Lo intentó de nuevo, con mejores píldoras, en un parque, al lado de un borracho, y regresó a tiempo de verlo huir aterrorizado... Desde entonces había tomado el hábito de presenciar su propia muerte, a modo de liberarse del estrés, de las presiones, al menos una vez por semana.

Había ido perfeccionando los métodos, escogiendo los lugares, descubierto la importancia de elegir un testigo, transitado desde una terminal de trenes en su último viaje hasta una noche de hotel junto a un desconocido. Lo que más le agradaba era observar las expresiones de los elegidos: culpa, remordimiento, repulsión, miedo, tristeza... éste último había sido casi tierno, por un momento sintió el temor de que cargara con ella hasta un hospital, todavía recordaba aquella noche en que tuvo que aguardar hasta quedar sola en la morgue.

Acomodándose el pelo con las manos, comenzó a hacer auto stop. La idea de lanzarse desde el techo de un rascacielos le cosquilleaba la mente hacía unos días, pero le tenía cierto respeto a las alturas...

 

Marié Rojas Tamayo

 

Ilustraciones: Ray Respall Rojas

Este artículo tiene © del autor.

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