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EL BOSQUE

Adrián N. Escudero

ARGENTINA



EL BOSQUE

A la Soberbia.

En especial, al irreverente comportamiento humano en las instituciones sociales del mundo entero.

I - El bosque estaba ahí, y don Ángel Rondela se turbó, aunque sólo en principio, al sentirse de nuevo frente a él.

Pero el Bosque no sabía por qué -luego de estremecerse- don Ángel sonreía, carraspeaba de tanto en tanto, palpaba sus bolsillos y alisaba su cabeza renegrida con unas manos fuertes (plásticas) y pilosas que, según creía, se tornaban extrañamente oscuras ante sus reiterados ataques de indignación y angustia.

Tampoco la brisa húmeda y caliente que anunciaba a lo lejos y desde el norte la posibilidad de una tormenta, lograba descifrar las razones de aquella expresión entre ominosa y alegre que desentonaba, en verdad, con el contexto rutinario y apacible de las tardes lugareñas donde el Bosque (monolítico y ciclópeo) se hallaba emplazado.

Y esto era porque don Ángel sumaba, a su boca enorme y dientuda, el desencanto de unos ojos fríos (amarillos), muy abiertos...

Don Ángel mantuvo inmóvil su gruesa figura (bastante maltrecha por el tiempo y algunas -muchas- cosas amargas de la vida), de cara a la espesura, sin amedrentarse e imaginando lo que había venido a hacer y lo que haría después de concluir con la tarea programada.

A pesar de conocer la verdadera esencia del Bosque, no pudo dejar de repensarlo como a una parte de aquella Selva que, con reducidos claros, había estado rodeándolo toda su vida.

Antaño, al juventud le había permitido soportar con singular enjundia y sentido de la esperanza a ese mundo de fieras, alimañas y animales tan pocos civilizados o civilizables. Tan pocas creaturas amigas del ser humano o semejantes a él.

Comenzando por los mosquitos... ¡Y las víboras!

¡Ah!, no obstante haber aprendido a sentir -con sagaz mansedumbre- una clase de odio racionalizado científicamente para cada uno de aquellos salvajes, su aborrecimiento más especial se dirigía hacia víboras y mosquitos...

De hecho, sólo las aves y su trinar de ángeles escapaban a su neurótica reacción antiecológica.

De pronto, sus ojos abandonaron la visión global de la Selva para concentrarse en la frondosa vegetación que, a pocos pasos y a través de un millón de orificios de su trama, parecía observarle aunque -todavía- sin comprender nada.

Es que don Ángel Rondela sabía que no era conveniente demorar la entrada, pues, los guardias del Bosque, que casi nunca requerían su credencial por conocerlo, podía estar vez llegar a sospechar de su expectante actitud e intentar preguntarle cosas, y no había mucho tiempo por delante.

Entonces, caminó.

El paso firme, decidido. Amarronada su tez y ennegrecidas sus manos, alargado el cuerpo sin garbo y flameando brazos y piernas desmirriadas, traspuso de un salto el portón principal -ése que, con letras moldeadas nominaba el lugar- y, saludando gentil a los servidores del orden público, se internó en los caracoles ascendentes del terreno señalizado y bordeado por barandas de roble lustrado, hacia el sitio elegido para actuar. A esa hora, habría pocos animales visibles y el lugar seleccionado estaría desierto.

Volvió a sonreír con frialdad. Pero no reflejó el gesto en los labios.

Aprehendió en sus oídos la quietud acogedora de la tarde, y recordó cuán distinto había sido aquello por la mañana. Sí, casi no había podido circular por el sendero. Las bestias burlaban sus cuevas o hábitats según la especie, y obstaculizaban el paso, entorpeciendo su trabajo.

Recordó, asimismo, las horas que le había llevado higienizar ese día los abrevaderos sucios y malolientes, y los años que venía realizando la misma tarea. Siempre se había sentido de la misma manera: discriminado y explotado. También en su mocedad; cuando racionaba, entre otros menesteres, el alimento para los bichos.

El Bosque era un Parque Provincial y los turistas exigían que las fieras, aves y alimañas estuvieran bien servidas, y que sus áreas fueran periódica y sistemáticamente delimitadas o reforzadas para evitar desgracias. Porque siempre podía haber alguien que, sin querer, terminaba molestándolas en su ocio consentido, y resultaba sorprendido por éstas con daños no del todo comprobables (sus autoridades eran muy cuidadosas en ciertos aspectos).

Don Ángel tuvo que adaptarse así a una convivencia dura, difícil, imposible de sobrellevar a esta altura. Y cuando la paciencia se agota, uno ansía terminar la relación con quienes, no obstante servir, cuidar, alimentar y aconsejar, se muestran -al fin y al cabo, y de continuo- soberbios, interesados o desagradecidos.

De ahí el porqué de la nerviosa sonrisa. Su carácter inestable se había vuelto más vidrioso que nunca en aquel día.

II- Pronto estuvo en el lugar seleccionado. El lugar donde daría forma a su última tarea.

Había meditado mucho sobre ella. Durante largas noches había cavilado acerca de la necesidad imperiosa de levantar esas columnas de humo. Como señales de un pensamiento contestatario hacia un mundo que ya no soportaba. Un mundo arquitecto de oprobios y necedades.

¿Y cuántos años de servicios, señor Rondela? Unos treinta y cinco, creo. Con un pie trabajando y el otro jubilado. Más afuera que adentro.

¿Y qué se lleva, señor Rondela? Nada. Sólo la vida muerta.

Los últimos años habían sido los peores.

La humedad, los mosquitos, algunas moscas tan gordas como los elefantes que jamás consiguieron entrar a Bosque porque no hubiera sido posible encontrarles el lugar que demandaba su apoltronada humanidad... Amén de toda esa sarta de bichos que sólo sabían mugir, aullar o rebuznar, quejar y quejar...

Porque don Ángel Rondela trabajaba. Las fieras no. Ellas esperaban que don Ángel las atendiera y, ¡cuidado con fallar! Lo hubieran devorado.

El puma, el oso, los patos, los ciervos -aquí sintió algo de remordimiento; pero, de todos modos, eran tan pocos que...-, los conejos, zorros, víboras (¡víboras!) -aquí volvió a enardecerse apretando los dientes con furor-, renacuajos, carpinchos y cisnes; todos, aún los que olvidaba mencionar, merecían “algo” de su parte.

Nadie debía quedar sin recompensa. Y, como don Angel era un buen demócrata, nada mejor entonces que, cada cual, recibiera como pago a sus becadas andanzas, idéntica mercadería; eso sí, por supuesto, distribuida conforme a tamaño y pelaje. De esta forma, nadie agregaría otra queja -a excepción de su imprevisto martirio- a todas las que, contra él, los turistas o ellos mismos, acostumbraran vomitar... (Total, ¡que don Ángel limpie; que para eso le pagan!).

Claro, recordó de nuevo, también estaban los ciervos. ¡Y las gacelas! Y don Ángel amaba a ciervos y gacelas.

Los ciervos no molestaban. Ellos actuaban en la prudencia. Y eran respetuosos. De hecho, se alegraba mucho de que su nombre no fuera escrito con “s”. Hubiera sido injusto, muy feo que la realidad confirmara en ellos la paradoja fonética. Sin embargo no, los ciervos no eran ni esclavos ni serviles. Eran bichos buenos. Inteligentes. Astutos, en el sentido cristiano de la palabra.

Uno se regocijaba viéndolos correr libremente, desafiando metas y brillando por ante turistas y adversarios. Ellos sabían cuándo disputar algo y cuándo retroceder para dar un mejor salto -en ésto parecían tigres, pero sin su malicia calculada y fría-. Sabían ser amables cuando uno les entregaba el alimento, o tan siquiera, pretendía aprender algo de su mágico y razonado comportamiento.

Eran sabios. Y nobles. No por eso dejaban de equivocarse y ver quebrada alguna de sus dóciles patas. Y su carne fibrosa apetecía al lobo. Al igual que la de las gacelas que osaban rebelarse. Aunque existían en menor número que los ciervos.

Sí, con aquella clase de autoridades era raro encontrar una gacela; pero, si tenía la suerte de presenciar su paso, aspirar su perfume, escuchar sus gemidos suaves o apreciar sus gráciles formas femeninas, uno daba gracias a Dios por la creación de esa especie tan útil para sostener bosques seguros y alegres, mas tan difícil de preservar en los últimos tiempos...

Don Ángel aspiró profundamente. Debía serenarse.

Los vellos de la piel se le estiraban como púas de un puerco espín cuando estaba enfurecido (un detalle detectado hace un par de meses y motivo de grave preocupación, entre otros alertas corporales achacados a la edad). Su ánimo necesitaba renovarse. Además, debía darse prisa. Algo podía salir mal, y...

Se miró las manos. Estaban bien. Su pulso no temblaba. Confirmado el equilibrio a pesar de la tensión experimentada, arremangó su camisa, recogió los extremos de su pantalón, y, en cuclillas, comenzó el trabajo.

Acumuló el material y maderas necesarias, tomadas del propio Bosque. Acto seguido, procedió a untarlas con el líquido preparado en el cuarto de mayordomía, colocando a un lado el pequeño artefacto que disimulara en su portacelular. Después, con sumo cuidado, se puso de pie, retrocedió, lanzó un resoplido y dio media vuelta.

Sólo faltaba esperar el resultado.

Al salir de la abigarrada espesura sintió otro leve estremecimiento.

Los árboles parecieron arquearse y descargar sus ramas contra él. La brisa dejó de ser un susurro agorero para transformarse en viento. Y un centenar de hojas de distintos tamaños y especies trataron en vano de impedir su salida.

No estaba seguro de lo que pasaba, sólo percibir cómo una ácida sustancia corría por su boca, mientras la piel se le oscurecía con aquel miedo soterrado muy hondo en su interior...

Recién cuando superó la valla del portón principal -sin saludar a los guardias- notó una mejoría. Los colores volvieron a la epidermis y su aliento recobró el gusto a tabaco que le invitó a fumarse un cigarro.

La bicicleta en la que había llegado lo alejó por el borde de la carretera rumbo a su refugio, allá, en la ciudad.

III - La voz flamenca subió los peldaños del inquilinato y golpeó con firmeza la puerta del 2º H. Era urgente.

— - ¡Don Ángel! Le habla doña María... ¡Abra pronto, hombre; que no traigo buenas noticias para usted!...

El anciano, con su pijama a cuestas todavía, acudió con premura al llamado mientras intentaba ordenar algunas ropas sueltas que, por la noche, no había deseado acomodar. Un largo sueño se había apoderado de él después de emborracharse con ginebra, y el timbrazo de las nueve de la mañana semejó a otra pesadilla entumecida de alcohol y sudor...

Cómicos y desaliñados, los bigotes gruesos contornearon sobre los labios descoloridos y rugosos al tomar contacto con el aire enrarecido del pasillo donde, impaciente, esperaba su patrona de vivienda.

— - ¿Qué quiere usted? Es sábado hoy, y tengo derecho a descansar... ¡Soy un servidor público!

La mujer no se inmutó ante el seco recibimiento. Don Ángel hacía rato que se había agriado. Era vino viejo, ¡y común para colmo! La viudez le sentaba insoportable. Eso era evidente. Como la rutina...

Sí, la doña sabía cuánto aborrecía don Ángel a la “rutina de Bosque” -como él decía-, a su irracionalidad... De cualquier forma, ella era un modo de trabajo. Al menos, hasta esa mañana...

La mujer obesa y medianamente joven, sin mirarlo, entregó al viejo el matutino señalado en un artículo especial.

— - Lea. Créame que lo siento. A las seis escuché por radio el asunto. Pero, no se preocupe: le daré dos meses para que encuentre otra tarea. Después... Bueno, usted comprenderá...

Y le dio la espalda.

Don Ángel hubiera brincado de gozo. Pero se contuvo.

Con la maestría nunca olvidada de sus años bohemios de aprendiz de actor y malabarista callejero, frunció el ceño, se alisó -con energía- sus inefables bigotes, se llevó una mano sobre la cabeza y, agitando el matutino de La Capital, vociferó:

— - ¡Por todos los santos! ¿Qué es esto?

“... en las últimas horas del día, ocasionando pérdidas materiales millonarias. La catástrofe, originada al parecer, y, en opinión de testigos presenciales, en el primer piso del edificio, destruyó bajo una nube de fuego su estructura total. La rápida y tenaz acción de los bomberos no puedo impedir, sin embargo, que el ardor infernal ayudado por el viento tormentoso que soplara desde el noreste preanunciando la lluvia torrencial desatada esta madrugada sobre la ciudad, concluyera su obra macabra. Felizmente, y excepto por algunas quemaduras de menor grado sufridas entre el personal de seguridad del Centro Cívico Administrativo Gubernamental, no hubo que lamentar desgracias personales...”.

Don Ángel cerró la puerta sin saludar a doña María.

La mujer -que ahora sí lo había mirado, demudada- permaneció un segundo como absorta en el pasillo, enmudeciendo un grito de terror...

Don Ángel ya no era el mismo. En el estricto sentido de la palabra. O doña María exageraba.

Lo cierto es que chilló: ¡Antonio! Pero su marido no estaba.

En el cuarto en penumbras, un ser extraño -alguna vez hombre y ordenanza de Ministerio- arrojaba el matutino a cualquier parte, abría con torpeza la heladera, descorchaba el Dom Perignon en que había gastado todos sus ahorros, y, con una mirada de satisfacción se miraba las manos...

Fuertes (plásticas) y velludas. Como las de un mono.

ADRIÁN N. ESCUDERO - Santa Fe (Argentina), 1981. Texto ajustado al 20-09-06.

Publicado en Diario “El Litoral” - Santa Fe, el 05-07-82.

Su versión original integró la primera edición del presente Libro “Breve Sinfonía y otros cuentos” (Ediciones Colmegna S.A. - Santa Fe, Argentina), Marzo de 1990, págs. 86/92.

Integra el Libro “Desde el Umbral (Terrores Cotidianos y de los Otros) - Colección del Horror. Inédito. La Botica del Autor (Santa Fe, Argentina), 205-2006.

P.-S.

ADRIAN N. ESCUDERO - Santa Fe (Argentina). Breviario curricular}}: Nacido en SANTA FE (ARGENTINA) (1951) - Autor de los libros de cuentos editados: “LOS ULTIMOS DIAS” (1977); “BREVE SINFONIA Y OTROS CUENTOS” (1990) y “Doctor de Mundos I - EL SILLON DE LOS SUEÑOS” (2000); continuado en saga con “Doctor de Mundos II - VISIONES EXTRAÑAS” (Inédito, 2005-2006) y “Doctor de Mundos III” - LOS ESPACIALES (2005, en desarrollo); así como, entre otros, de los libros de cuentos inéditos: “NOSTALGIAS DEL FUTURO” - Antología Fantástica (Ficción científica) (La Botica del Autor, 2005); “MUNDOS PARALELOS y Otros Cuentos para un Semáforo” - Colección de Realismo Mágico (La Botica del Autor, 2004-2006, en desarrollo); “DESDE EL UMBRAL - Terrores Cotidianos y de los otros” - Colección de Horror (La Botica del Autor, 2005-2006, en desarrollo); LA TORRE DE LOS SUEÑOS (Y LOS SUEÑOS DE LA TORRE) (La Botica del Autor, 2005, en desarrollo), y “EL EMPERADOR HA MUERTO y Otros Relatos” - Colección de Realismo Mágico (La Botica del Autor, 2005, en desarrollo); todo sobre relatos inscriptos bajo registro en la Dirección Nacional del Derecho de Autor (Ministerio de Justicia y Culto de la Nación). Domicilio particular: Obispo Gelabert 3073 - (3000) Santa Fe (Argentina) - Te.: (0342) 455-4811 - E.mails: adrianesc@fibertel.com.ar y adrianesc@hotmail.com}.-

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