El dÃa de difuntos salió muy de mañana a misa una linda beata, que la noche anterior, según es costumbre en la noche de Todos los Santos, se habÃa regalado, comiendo puches con miel y muchas castañas cocidas.
Como era muy temprano y apenas clareaba el dÃa, la calle por donde iba la beata estaba muy sola. Asà es que ella, sin reprimirse, con el más libre desahogo y hasta con cierta delectación, lanzaba suspiros traidores y retumbantes, y cada vez que lanzaba uno, decÃa sonriendo:
– ¡Toma castañas!
ProseguÃa caminando, soltaba otros suspiros y exclamaba siempre:
– ¡Las castañas! ¡Las castañas!
Un caballero, muy prendado de la beata, solÃa seguirla, hacerse el encontradizo, oÃr misa donde y cuando ella la oÃa, y hasta darle agua bendita al entrar en la iglesia, para tener el gusto de tocar sus dedos.
Iba aquel dÃa el caballero tan silencioso y con pasos tan tácitos detrás de la beata, que ella no le vio ni sospechó que viniese detrás, hasta que volvió la cara, poco antes de entrar en el templo.
– ¿Hace mucho tiempo que viene usted detrás de m� -dijo muy sonrojada la linda beata.
Y contestó el caballero:
– Señora, desde la primera castaña.