Ya de regreso a la vida literaria, me topo con el tema de las agresiones a médicos y maestros. La cosa no tiene fácil solución. En mi criterio, se trata de la mayor descomposición social que he conocido. Entre los galopantes avances científicos y tecnológicos, la globalización y el desmedido desarrollo bélico, la espiritualidad (ética y estética en los modos y maneras de pensar y de sentir) ha quedado relegada a los estrechos márgenes de la plegaria. Es evidente que los padres no educamos convenientemente a nuestros hijos, pero el sistema tampoco lo permite si no es de acuerdo con las reglas marcadas por los intereses espurios. El "cada palo que mantega su vela" trae cosas horribles. Sin embargo los padres, por encima de estas consideraciones, deberíamos estar obligados a fomentar el respeto a unos principios inviolables que, por añadidura, siempre revierten en favor de la sociedad. Lo malo es que poco se ha de conseguir con legislar para poner parches. ¿Se ha logrado mucho, por ejemplo, con castigar a los maltratadores de mujeres? La reacción parece ser contraria a los deseos gubernamentales y sociales. Crece la violencia del macho y se dan bastantes casos de injusticias que prefiero silenciar. Lo mismo que sucede con el deshielo de los polos geográficos, la virtud humana está casi fundida y sólo nos resta gritar: "¡Sálvese quien pueda!"

     El maestro y el médico, que hasta hace pocos años eran venerados como auténticos sacerdotes de la familia, tienen hoy que asumir el desprecio y la ira de quienes por falta de "hormonas", prefieren dar bofetadas a los políticos a través de los que nos ofrecen salud y cultura. Ellos, maestros y galenos, están al alcance de los puños crispados. Los políticos, en cambio, quedan a salvo de la irritación popular. ¡Ay, si se pudiese agredir físicamente a las imágenes que aparecen diariamente en fotos periodísticas y en la pantalla de la caja tonta! Seguro que médicos y maestros quedarían a salvo.

César Rubio (Augustus)