Helos ahí, agazapados en todos los rincones del pensamiento. Siempre al acecho, sopesan el valor y la dirección de las ideas. Sus pasos, más que pisar, levitan sobre la alfombra dorada de la virtud. No permiten disentimientos acerca de las cualidades del patriotismo, la bandera, el derecho a nacer (no al derecho de vivir dignamente), el modelo familiar, patriarcal y omnímodo; la obediencia, el sentimiento religioso (aunque España sea en teoría un Estado aconfesional) y el cumplimiento indeclinable de las leyes. Son los sabios del cucurucho, vigías de la moral, instalados en la atalaya parlamentaria desde donde, conscientes de su impunidad, vislumbran el futuro (el suyo) y custodian celosamente nuestros derechos en la cámara oscura del miedo, mientras avientan las obligaciones de los limpios de corazón. Para ello, naturalmente, precisan de ciertas connivencias, unas espirituales y otras materiales, poseedoras del inmenso poder usurpado al pueblo llano, el de a pie.
Acostumbrado a no señalar a nadie con el dedo –porque se dice que eso está feo-, omito identidades de gran relieve que, después de haber estado sacrificándose por nosotros, han sido premiados por los santos gurús de las finanzas con altos cargos, de los que algunos de dichos beneficiarios se aburren. ¡Pobres sabios del cucurucho! Unos, los más numerosos, con decir sí o no ya están cumplidos; los demás, eminencias del intelecto y el corazón, legislan y decretan para recortar nuestras libertades y economía doméstica, no sea cosa que el demonio, celoso del progreso de los pobres, nos tiente con pecaminosas orientaciones. Y hacen bien, claro que sí, porque nos merecemos unos cuantos azotes en el trasero, tanto por nuestra indolencia como por la falta de dignidad que nos asola.
Ya digo, los sabios del cucurucho están ahí, lejos de nosotros pero con nosotros, ovejas descarriadas de Dios.