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Casillas y Keylor Navas, todo lo contrario de la culpa

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Corren buenos tiempos para los porteros del Real Madrid: Keylor Navas, suplente de lujo en la actualidad, ha sido distinguido como mejor guardameta de la temporada previa, y Casillas, irreconocible durante meses, ha recuperado la titularidad y con ella la confianza en sí mismo, su capacidad para realizar paradas meritorias que poco a poco irán echando tierra sobre sus recientes pifias.

Ambos, por tanto, cuentan con motivos para la alegría. Sin embargo, los periódicos deportivos reflejan la controversia desatada por el galardón al meta costarricense. ¿Acaso no fue Courtois el portero menos batido?, ¿no lo hacen sus números y sus magníficas estiradas más digno de honores?

Tal es la disensión que el bueno de Keylor Navas, lejos de festejar el premio, podría llegar a sentirse culpable por una injusticia que no ha promovido él. Estaríamos ante una culpa comprensible, explicable si se atiende a la gloria de la que se priva al cancerbero belga; pero una culpa mal asumida, pues la polvareda la han levantado los votantes, no el votado, que solo se limitó a asegurar un buen puñado de puntos para el Levante gracias a sus palomitas, que no por culpa de ellas.

Y es que, si esa hipotética culpa de Navas podría llegar a entenderse, lo que escapa de toda lógica y justificación, y supone una perversión de nuestro idioma, así como del sentido común y probablemente de la responsabilidad ética, es utilizar culpa culpable cuando se desea ensalzar méritos. ¿Hace falta recordar que la culpa se vincula con faltas, daños o perjuicios?

Tal parece, en efecto, pues ese mordisco al español va dejando dentelladas en las páginas de los diarios y aquí y allá puede leerse «Casillas sí tuvo culpa en la victoria madridista» o «Ancelotti tiene mucha culpa en su recuperación». Y, en referencia a la excelente racha goleadora del Real Madrid, se ha escrito también que «Culpable, sin duda, es Cristiano Ronaldo».

Por más que el Diccionario del estudiante, de la Academia, haga un guiño a tal empleo desnaturalizado al definir culpa como la ‘responsabilidad que tiene una persona de una acción o un suceso, especialmente [pero no exclusivamente] sin son malos’, la precisión expresiva hace aconsejable no mezclar peras con gusanos.

Si este empleo espurio se contagia a otros ámbitos, los curas enloquecerán: «El sábado di limosna a la salida de misa, luego acompañé a un vecino anciano que vive solo: ¡me siento tan culpable!», confesarán contritos los fieles. Y, al margen de los padrenuestros pertinentes, mostrará gran piedad el sacerdote si les aconseja un buen psicoterapeuta o filósofo o jurista que los ayude a desenmarañar tamaño lío.

Embrollo que se evita si en los ejemplos anteriores se opta por redacciones más juiciosas: «Casillascontribuyó a la victoria madridista», «Ancelotti ha sido el artífice de su recuperación» y «El máximo exponente de esta hambre goleadora es, sin duda, Cristiano Ronaldo».

Desde luego, los defensores de expresarse con seso, asiento y cordura harán bien en mantener apartados conceptos que se contraponen. La culpa no es autoestima en el diván, tampoco es virtud beatífica en el confesionario ni inocencia en los tribunales. Ni mérito deportivo en el terreno de juego.

Barajarlo todo y dejar el lenguaje al retortero es pernicioso. Termina confundiendo a los hablantes y, siendo el lenguaje un subproducto cultural de carácter colectivo, nadie sentirá como propia la responsabilidad final por los desperfectos ocasionados. Nadie dirá: «Yo inventé semejante uso. A mí la rendición de cuentas. No busquen más: mea culpa».

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