Sin pecado concebida. Padre, hace quince años que no me confieso. Cuando lo hacía eran pecados veniales, pero ahora es distinto. Tengo que pecar mortalmente y no me voy a arrepentir. Quiero sentirme con la conciencia tranquila. Acudo para explicar mi pecado. En la cabeza me retumba hace tiempo matar a mi esposa. Todo está justificado. Me casé con una mujer que pesaba cincuenta quilos y medía un metro sesenta centímetros. Ahora pesa noventa quilos. Tenía los cabellos largos con rizos hasta la cintura. Al tener el primer hijo se cortó la hermosa melena por encima de las orejas. Su carácter dulce y alegre se agrió poco a poco hasta el punto de que me zarandea y golpea cuando le llevo la contraria. Porque soy un hombre maltratado por ella. No trabaja en la calle, sólo en casa, por lo que tiene tiempo para verse todas las telenovelas mientras devora pipas de girasol. Al llegar a casa reventado del trabajo, sin siquiera dirigirme una mirada, me manda a la cocina para que yo mismo me sirva el comistrajo que ha cocinado hace horas. Siempre se queja de su salud y me pide una persona que la ayude en las tareas de casa. Tiene una hermana un poco más joven y en el teléfono las horas pasan hablando de lo torpes que son sus maridos y lo mal que está la vida. Por la noche la miro de reojo y me cuesta pensar en acostarme con esa extraña que hace quince años era mi queridísima esposa y madre de mis hijos. Padre, déme la bendición sin exigirme que me arrepienta, pues la odio con toda mi alma y no puedo vivir con esta
carga. He decidido matarla, intentaré que no sufra. Bendígame como su iglesia bendecía a los aviones que iban a bombardear las ciudades enemigas durante la Guerra Civil o como bendecía a los pelotones de fusilamiento. Amén.
AUTORA: MARÍA PILAR VALERO CAPILLA
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