El domingo es el cumpleaños de Jon Karlos. Me gustan mucho los cumpleaños de Jon. Me gusta montarle saraos y comprarle cosas imposibles. Porque él nunca celebraba sus cumpleaños antes de que yo llegara. Ni yo los míos, aunque por motivos completamente distintos. Así que cuando aunamos fuerzas en esto de seguir viviendo, decidimos no pasar ya ni un año sin celebrarlo a lo bestia. Todos. Los míos, los suyos, los de Simón, los de Pedro, los de las cucarachas del jardín... Vivan los cumpleaños. Vivan las tartas, las velas, los pideundeseo-pideundeseo, los porquesunchicoexcelente, los vasos de plástico, las patatas fritas, LAS PIÑATAS...
Vamos a repetir el paintball de hace dos cumpleaños, pero esta vez con barbacoa. Me parece toda una muestra de amor. No la barbacoa, porque ahí me pongo hasta las cejas y no me acuerdo ni de mi madre cuando hay butifarra de por medio (sin doble sentido), sino el paintball. Soy torpe, disperso, tengo problemas de lateralidad cerebral y la puntería de un topo borracho. Meterme en un paintball con 20 mercenarios de dos metros y ganas de sangre, es como cruzar directamente el pasillo de morir. Pero mira. Ahí estaré. Con un par de huevos.
Con un par de huevos que van a arrancarme de cuajo al primer bolazo de pintura. Porque indoloro los cojones, que lo sepas. Entras con piel humana de la de toda la vida, y sales en formato dálmata. Y más con esta panda de mulas. Que les dicen "prohibido tirar a menos de 3 metros" y contestan "¿HABÉIS OÍDO? ¡NO OS PONGÁIS A TIRO A MENOS DE 3 METROS!"
Ya. Ya lo sé. Voy a morir. Eso es lo que he dicho.
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