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PROCESIONES SINDICALES

César Rubio Aracil

España



He sido activista sindical durante más de 30 años, hasta que el hastío y la desesperanza me obligaron a refugiarme en la solitaria caverna donde todavía habito, libre por fin de mantras políticos y de consignas elaboradas al socaire de nuevos credos. Ahora me permito algunas licencias intelectuales, siempre al margen de las temidas censuras. En alguna medida, aunque sea entre suspiros de añoranza, me siento un poco libre. No todo lo libre que deseo, porque elegir la propia línea de conducta tiene un precio alto que no me encuentro, por temor a tantas cosas, en disposición de satisfacer. Sin embargo hoy, en extremo indignado por lo que veo, leo y escucho, me atrevo a confesar que no voy a asistir, como casi siempre he hecho, a la manifestación del Primero de Mayo. No lo voy a hacer por razones estéticas. Me sentiría ridículo de llevar colgado en el pecho alguno de los escapularios que tanto abundan en ese encuentro multitudinario (la imagen del Che, por ejemplo, utilizada festivamente para sentirnos reivindicativos). O empuñar el mástil de una bandera representativa del sindicalismo español, tan empobrecido por la falta de estímulo en el trabajador; la corrupción de ciertos sindicalistas relevantes, como asimismo, lo que todavía empeora la situación debido a la dependencia económica del papá Estado, el adocenamiento directivo a falta de auténticos orientadores (me niego a utilizar el término líder). Si así lo hiciese, si me dejase arrastrar por la inercia, me sentiría cruciferario más que defensor de la dignidad obrera. Y como dato significativo del papel que hoy juegan los obedientes trabajadores, las consignas que se apuntan a los manifestantes y que se repiten mecánicamente sin que las mejillas de los participantes se tiñan de rojo subversivo, me recuerdan la letanía lauretana cuando escuchaba a mi madre rezar el santo rosario. Estas pretendidas protestas callejeras, pensadas para conmemorar la Fiesta del Trabajador o, ajustándome mejor a la realidad, celebrar el Día de San José Obrero, se me antojan lúdicas jornadas matinales, puesto que los actos vespertinos no deben colisionar con los partidos de fútbol.

Así son, a mi entender, estas correrías, donde la Santa Hermandad de los Maderos, auxiliada por los acólitos encargados de mantener el orden, impiden a toda costa que los piqueteros de antaño obstruyan las principales avenidas. Luego, al final de la rogativa, los indulgentes doctrineros, desde una tribuna que me trae a la memoria el antiguo púlpito, invocarán al hermano Marcelino Camacho para pedir que sea elevado a la dignidad de los altares.

César Rubio (Augustus)

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