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GABRIEL MIRÓ Y LA NOVELA MODERNA

Miguel Angel Lozano



 Es posible que para apreciar el arte literario de Gabriel Miró, y entenderlo en su circunstancia temporal y en su contexto estético, pudiera ser lo más adecuado atender ante todo al género literario que cultivó de manera eminente; porque se da la paradoja de considerar como “anomalía” en la literatura española un tipo de novela que, si contemplamos el panorama de la literatura europea en el primer tercio del siglo XX, entenderemos como normal: es el tipo de novela que alcanza la altura de su tiempo. El lugar de Miró no se encuentra definido con claridad en el tipo de periodización y clasificación generacional ya obsoleta, ni tampoco entre los modernistas, si entendemos esta tendencia en el sentido convencional de hace treinta años; pero ocupa un lugar coherente si lo contemplamos situado entre Marcel Proust, Virginia Woolf, James Joyce, Alain Fournier, André Gide..., y esto no es una novedad. Las semejanzas con Proust han sido señaladas muchas veces, tanto por autores españoles „ŸGuillén, Baquero Goyanes, Márquez Villanueva„Ÿ como por franceses: Jacqueline Van Praag-Chantraine; las referencias a Virginia Woolf aparecen en el mismo prólogo al volumen de las Obras Completas de Biblioteca Nueva, y la sintonía entre la figura de Miró y la de Joyce la apuntó Valery Larbaud en el “Preface” a la traducción francesa de Dubliners. Este gran conocedor de las literaturas europeas entendió entonces „Ÿya antes de 1920„Ÿ la dimensión renovadora de la obra mironiana, su valor estético y su situación entre los primeros autores europeos.
 Resulta evidente que las consideraciones apuntadas –el hecho de que Miró parezca ser un escritor “anómalo” en España y “normal” en el contexto de la literatura europea- no son sino el resultado de un método de análisis inadecuado; porque Miró encuentra su lugar en la literatura española si, en vez de seguir un criterio generacional, atendemos al género que cultiva: la novela. En esas consideraciones generacionales, e incluso en los “ismos”, se suele saltar por encima de los géneros. Más bien, con los “ismos” se suele atender preferentemente al devenir de la poesía lírica, y mediante el método generacional se atiende a la ideología. Por otro lado, la novela española como género que adquiere una nueva fisonomía desde 1902, y la evolución posterior de los principales autores en el primer tercio del siglo XX „Ÿsalvo el caso de Baroja, que siempre ha sido considerado realista, sin serlo exactamente„Ÿ ha sido un asunto de interés secundario durante mucho tiempo; por regla general se tendía a poner en entredicho, cuando no a negar rotundamente, la pertenencia al género de las más avanzadas formas. Unamuno lanzó la humorada de llamarlas “nivolas”, pero Azorín, Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Miró o Ramón Gómez de la Serna siguieron cada uno su línea, conscientes de la necesidad de renovar el género. Hace más de treinta años que un crítico perspicaz como Leon Livingstone, al reflexionar sobre la novela de aquella época (1900„Ÿ1930), escribía que “quizás la reacción más característica de los críticos haya sido y siga siendo poner en tela de juicio no sólo el mérito sino la validez misma de las creaciones anticonvencionales de este periodo”. Con lentitud va estableciéndose una valoración comprensiva.
 El camino que intentamos seguir fue señalado por Azorín hace muchos años. En 1926 escribe que “las épocas literarias las forman más la transformación de los géneros, la modificación „Ÿsi no transformación„Ÿ de esos géneros, que las individualidades o grupos de individualidades”. La transformación del género novela en los comienzos del siglo XX tiene una fecha decisiva: el año 1902. Los criterios generacionales nunca han servido para explicar la renovación de un género. Las novelas de 1902 (La voluntad, Camino de perfección, Amor y pedagogía, y Sonata de Otoño) son cuatro propuestas hondamente renovadoras después de la crisis del modelo naturalista „Ÿes decir, de la mentalidad positiva„Ÿ que se había ido produciendo en el último cuarto del siglo XIX. Ha entrado en crisis un modelo de representación mimética de la realidad, una realidad que ya no se concibe como separada del sujeto que conoce. Es el sujeto quien puede dar testimonio de su representación del mundo, y ese testimonio, en literatura, no puede darse más que en el mismo lenguaje, que radica en esa conciencia, y no en una realidad que se pretende representar de manera impersonal u objetiva. La novela ya no va a dar cuenta de una realidad que existe fuera de sus páginas, sino que es en sus páginas donde reside una formulación de la experiencia del hombre. La novela representa no al mundo, sino la conciencia que el escritor tiene del mundo, en forma de lenguaje.
 A esta nueva novela cabe denominarla “modernista”. De este modo no sólo recupera el modo como era entendida en su época, sino que se integra perfectamente en ese momento amplio, dinámico y complejo de la cultura y de la literatura occidental que es entendido con la misma denominación. Tampoco debemos entender la utilización del término “modernismo” como una claudicación ante el ya omnipresente “Modernism” elaborado en los últimos treinta años por la crítica anglosajona; en realidad, es lo mismo que habían advertido y expresado en sus escritos de los años treinta Juan Ramón Jiménez y Federico de Onís, seguidos luego por Ricardo Gullón: el modernismo como época y como nueva estética.
 Calificar como “modernistas” las primeras novelas de Martínez Ruiz o de Baroja no es sino recoger criterios coetáneos a su aparición y recurrir a la autoridad de quien conocía bien el momento literario. Me refiero a doña Emilia Pardo Bazán quien, desde la páginas de Helios, y al tratar sobre “La nueva generación de novelistas y cuentistas en España”, sitúa a esos dos escritores “de lleno en la corriente modernista”, hace hincapié en el carácter de análisis de interioridades anímicas que presentan las nuevas novelas, en las “impresiones” y en los “pensamientos” de sus protagonistas, que constituyen el foco de atención, y concluye afirmando que “estas dos novelas, La voluntad y Camino de perfección, delatan el mismo estado psíquico, y las clasifico bajo el mismo letrero [modernistas]. Son documentos exactos y útiles para fijar y definir el estado de alma de tantos intelectuales españoles al albor del siglo XX”.
 Esta novela modernista se ha de caracterizar por reducir al máximo el elemento argumental, por ser expresión de los sentimientos e ideas de un protagonista en cuya conciencia, al manifestarse, se define su mundo, y por utilizar un lenguaje que, al privilegiar la función expresiva, se orienta hacia lo lírico. La novela existe como extensión de un personaje cuyo mundo brota y se materializa en forma lingüística; en ellas parece que se desarrolla la frase central de La voluntad: “La sensación crea la conciencia; la conciencia crea el mundo”. Es lo propio y peculiar en esa novela modernista el ser “novela de personaje”, y quedar definida por él; de este modo, y además de su título, cada una de ellas será la novela de Antonio Azorín, Fernando Ossorio, Xavier de Bradomín, Andrés Hurtado, Augusto Pérez, Luis Murgía, Alberto Díaz de Guzmán... Como sabemos, Gabriel Miró contribuyó decisivamente a esta novela de personaje con varios títulos, entre los que destacan tres: La novela de mi amigo (1908), Las cerezas del cementerio (1910) y Amores de Antón Hernando (1909), novela corta que aparecerá ampliada en 1922 con el título de Niño y grande. Son éstas las novelas de Federico Urios, Félix Valdivia y Antón Hernando, respectivamente. Novelas líricas, tal vez los ejemplares más representativos de esa modalidad literaria “modernista”, porque si una novela española puede ser entendida y analizada desde los criterios aportados por Ralph Freedman en su conocido libro La novela lírica, ésta es sin duda Las cerezas del cementerio. Por otro lado, hay que señalar que ya en 1908 un crítico perspicaz como Bernardo G. de Candamo utilizó el término “novela lírica” para definir la índole de La novela de mi amigo en una muy temprana formulación de un concepto que habría de desarrollarse fuera de España medio siglo después, sin contar con Gabriel Miró, hasta que Ricardo Gullón y Darío Villanueva aplicaron los criterios derivados de Freedman a los ejemplos literarios hispánicos.
 Encontramos aquí el lugar de Gabriel Miró, nada “excéntrico” ni “anómalo”, sino integrado en perfecta sintonía con una manera de creación literaria en la que destacan Martínez Ruiz, Valle-Inclán, Baroja, Unamuno, Pérez de Ayala, Jarnés..., que logra estar a la altura de un momento cuyos nombres en Europa son Proust, Joyce, Woolf, Fournier... En este contexto Gabriel Miró aporta su voz personal, siempre en el seno de una novelística que, en ruptura con el realismo, construye el mundo desde una subjetividad cuya forma es un lenguaje vibrante y estremecido. Pero si en el contexto de los primeros lustros del siglo XX Miró comparte un tipo de concepción novelística que en la literatura española tiene como origen el annus mirabilis de 1902, en otro nuevo annus mirabilis, menos aireado pero no menos significativo, vuelve a mostrar, más que su sintonía con la época, su privilegiada situación de adelantado, de figura señera y ejemplar. Se trata de 1926, cuando en feliz coincidencia „Ÿotra feliz coincidencia„Ÿ ven la luz Tirano Banderas, Tigre Juan y El curandero de su honra, junto con El obispo leproso, segunda parte y culminación de Nuestro Padre San Daniel; en ese mismo año se fecha y publica la trilogía Agonías de nuestro tiempo y un año antes Azorín había dado a la imprenta su bella novela poemática Doña Inés. Las novelas líricas (manifestaciones de las conciencias de sus personajes) se han transformado en “novelas poemáticas” en las que, por virtud de su forma, se muestra un mundo completo y complejo. Son grandes novelas que tienden a crear una nueva objetividad no realista en virtud de una forma plena lograda a fuerza de cultura, inteligencia y sensibilidad. En los mejores casos „Ÿcomo son los citados„Ÿ la obra de arte no será reflejo ni imitación de la realidad, no remitirá a un referente „Ÿlos datos de la experiencia cotidiana„Ÿ ajeno a ella misma; ni tampoco será indagación en los movimientos de una conciencia que intenta dar sentido a las sensaciones, pero que no puede acceder a la experiencia de una vida plena (recuérdese La voluntad). La obra de arte es una realidad en sí (Doña Inés, El obispo leproso, Tigre Juan); una realidad que se independiza tanto del creador como del objeto o de la experiencia no artística, pero que ha surgido del encuentro del sentimiento y la conciencia del artista con el mundo fenoménico. Es la forma, pues, lo que va guiando al artista en el conocimiento de la realidad (“sin la carne y la sangre de la palabra no puedo ver la realidad”, escribe Gabriel Miró). Con tales presupuestos, nos hallamos ante una de las épocas más brillantes de la historia del arte y de la cultura; por su escrupulosa conciencia, los creadores saben que el arte es una realidad autónoma, una creación lograda con esfuerzo en busca de una perfección en la forma que no se agota en lo que superficialmente entendemos como formalismo, sino que hunde sus raíces en la vida y que „Ÿen literatura sobre todo, por su carácter conceptual„Ÿ aspira a un conocimiento en profundidad de los más íntimos resortes del fenómeno vital y de la experiencia del hombre en el mundo.
 
 
Miguel Ángel Lozano

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