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LA SANTA COMPAÑA HACE AMIGOS

Airam Lebasi



LA SANTA COMPAÑA HACE AMIGOS
 
 
 La Santa Compaña vagaba por el bosque de Cecebre cuando vio a su amigo, el bandido Fendetestas, que recorría su fraga en espera de algún viandante. La Santa Compaña apreciaba al ladrón porque en su pobreza les ofrecía muchas misas y rezos. Siempre estaban necesitados y si no fuese por estas personas terrenales, que los iban liberando de las culpas, la fila de ánimas en pena sería interminable.
 La noche era oscura como boca de lobo. El hombre se aburría. Sentóse en una peña y se puso a soñar con la riqueza que poseería el día que atracase la casa del cura. Cuando fuera rico viajaría a América. ¡Contaban tantas cosas grandiosas de allá! Y de las mujeres ¿qué decir? calientes y culonas, como le gustaban a él. De pronto se quedó helado en sus pensamientos: un olor a difunto y un gemido lastimero. Su corazón dejó de latir. ¡Un fantasma! Allí, a su lado, casi tocándolo estaba un fantasma. Él distinguía bien los auténticos de los falsos. Muchas veces en sus robos utilizaba ese atuendo: la sábana y los gemidos.
 „Ÿ¿Quién eres? ¿qué quieres? „Ÿsu voz temblaba y tartamudeaba.
„ŸNo te asustes. Soy el alma de Fiz Cotovelo que pena errante en la tierra por no haber cumplido una promesa. La de ir en penitencia a San Andrés de Teixido, que dice la sentencia: "irá de muerto el que no fue de vivo". Además me llevé a la tumba otro pesar, el de no haber ido a América. Castigado a no descansar mientras no se cumpla la promesa me vine para la fraga de Cecebre porque nací aquí. Busco un cristiano que me haga este favor. Tiene que ir descalzo y llevar una vela tan alta como yo he sido. Yo no puedo cumplir este requisito por ser un difunto.
 „ŸConmigo no cuentes „Ÿdijo Fendetestas„Ÿ Si me ven por ahí me detienen. Mi oficio, ¿comprendes? Quédate en el bosque, así me haces compañía.
 Mientras, la Santa Compaña sobrevuela la fraga y contempla con gozo a aquellos dos amigos. No se deja ver. Entre los miembros de la Hueste corre un olor de simpatía hacia aquellos dos penitentes, aunque Fendetestas esté vivo, es un buen cooperante.
 Transcurren los días y la noticia del fantasma de la fraga se dispersa por la comarca. El ánima en pena con su arrastrar de cadenas y su lúgubre ulular aterroriza a los aldeanos. Procuran no atravesar el bosque para huir de aquel difunto que les propone algo que, horrorizados, no se detienen a escuchar. Fendetestas se queda sin clientes y se queja a Cotovelo.
 „ŸMe asustas al personal. Desde que vagas por el bosque no me como una rosca. Te tienes que ir. Eres mi ruina. „Ÿdijo Fendetestas con cuidado ya que no convenía enfadarse con un espíritu.
 La noche era como sopa de tinieblas. Los dos estaban sentados en el pico más alto de las rocas. Fendetestas distinguió en la lejanía unos puntos de luz que en perfecta formación rozaban los árboles en lento discurrir. Se le ocurrió una idea.
„ŸMira, Cotoveliño. Por allí va la Santa Compaña „ŸFendetestas persignóse„Ÿ Se dirigen a occidente. Siempre en derechura llegarán a América y podrán dar la vuelta al mundo. Yo de ti me iría con ellos. Cumplirías tu deseo de ir a América. No te costaría un duro, además.

 Sin decir palabra, el fantasma de Cotovelo, erguido y lúgubre, se alejó con el viento y pronto apareció una luz más en la procesión de luminarias que se alejaban hacia el mar. La Santa Compaña recibió con un alegre resonar de cadenas y aullidos espectrales a su nuevo compañero. Y zurearon lúgubremente. Sopló un viento del norte que desvió la macabra procesión hacia tierras del Saines. Rozaron las viñas y los maizales, siguieron el cauce del río sobre los salgueros, cuando don Juan Manuel Montenegro, ebrio de vino y de culpa, es deslumbrado por los espectros y sus cirios. Cae aterrado del caballo, implorando a los santos que lo libren de tan funesta visión.

Detalle de la riada acaecida en la ciudad de Orihuela en 1879


Pasan las almas en pena. La blanca fila tiembla como una niebla y rodea al hidalgo al

 
que le tienden un cirio para que se incorpore a la hilera de ánimas. Don Juan Manuel pide piedad por sus pecados. Debe permanecer en su casa de Lantaño para ser perdonado por su mujer, aquella santa a la que tanto hizo sufrir, y calmar a aquellos lobos, sus hijos, descendientes de su sangre maldecida, que sembraron la lujuria, el anatema y la avaricia en su estirpe decadente, y repartir con los pobres su hacienda y rogar a Dios por sus pecados. Después se someterá a los designios de la Santa Compaña para vagar en penitencia. Tiembla al sentir el escalofrío de la muerte, el aliento a sepultura invade sus sentidos y pierde el conocimiento. Las brujas, en aquelarre, espantan a la Hueste que en un volteo se desvía otra vez con el viento, esta vez hacia el este. Ululan por una ciudad oscura de iglesias y conventos que se sumerge anegada por las aguas y la muerte. Permanecen sobre ella, pasando y repasando para observar el caos en que se encuentra. Es Oleza.
 En Oleza los acontecimientos de la novela de Nuestro Padre San Daniel llegaron a su fin. Una riada y el desbordamiento del río Segral precipitan a los personajes a un cambio de vida. La muerte recorre previsora el escenario. Las gentes imploran a San Daniel, que, ciego y sordo, no los escucha, y el agua cae y cae sin piedad.
 Dicen que la ciudad era una gárgola que el río se bebía enfadado, espeso de cuajadas de muladar, pringue y estiércol; un río convulso, veloz, arrastrando garbas de cáñamo y de mies, cañizos de pimentón, cuévanos de capullos, artesas, aparejos, aves y otros animales ahogados que taponaban el puente de los Azudes. El agua buscaba nuevas salidas por calles y callejones arrasando todo a su paso. Los molineros, con garfios y sogas, trataban de socorrer y auxiliar a los desgraciados que envolvía el agua con su ímpetu. Cara„Ÿrajada trataba de sublevar al arrabal contra los señores de la ciudad buscando su venganza. Los de San Ginés se burlaban de él, por querer abatir al hombre que había convertido su vida en un infierno, Don Álvaro, El Enviado, que se había casado con el amor de su vida, Paulina, la hija de Don Daniel. Ellos en lo alto estaban a salvo del agua, y que los señoritos y clérigos se las arreglasen como pudiesen. Arrojaron a Cara„Ÿrajada arrabal abajo a pedradas y corriéndole con látigos y gritos que exacerbaron su mal. Triste, enfermo, los huesos secos en su fealdad, la cicatriz que cruzaba su cara más roja que nunca, el helor de su sangre podrida lo cegó. No tenía a donde ir, y loco de soledad, pena y dolor clavó sus uñas en la cicatriz con saña y corrió por un callejón hediondo de inmundicias y se arrojó en una escorrentía llena de río. El agua lo acogió en su loca envoltura y lo hundió en un remolino. El hombre de luto desapareció bajo los ramajes y troncos. La Santa Compaña lo vio todo y acudió a recoger a aquella alma atormentada. Reconoció a Cara-rajada. Se habían encontrado en el norte, en las luchas carlistas. En una trifulca entre los bandos de Isabel II y Don Carlos, resultó tan mal herido que creyeron que había muerto. La Santa Compaña se compadeció de su juventud y de su aspecto y lo dejó. Marcó sobre su rostro un rictus de amarga tristeza y se alejó dejando que se curase. Ahora había sido la de la guadaña quien lo convirtió en difunto. Se acercó la procesión de luminarias y colocó un cirio encendido en la mano fantasmal del que había sido el enlutado y que en este trance ya lucía una sábana blanca e impoluta. Se reunió con la Hueste, contento. Lo recibieron con los esperpénticos alaridos de terror y sonar de cadenas (a él le tocaron unas forjadas en Oleza en una de las orfebrerías. Eran ligeras y muy elegantes, con sonido campanil). Se sintió, por primera vez en su vida, querido y valorado. Algún día volvería a Oleza por Don Álvaro para hacerlo penitenciar para toda la eternidad.
 Cara„Ÿrajada portaba el farolillo de cola de la Santa Compaña, que se dirigió hacia donde se pone el sol. Un ligero levante la desvió sobre la tierra, entre huertos y almendros.
 Sigüenza, sentado en la umbría de los naranjos, contemplaba la noche sin estrellas ni luna, gozando del azahar y el jazmín, en su casa de Polop. Sorprendido, ve una espiral de luces que graciosamente ondea sobre los naranjos y percibe los guiños intermitentes del último farol. Desaparecen las luces en el mar, hacia occidente. Se queda Sigüenza sorprendido y pensativo. Reconoce a la Santa Compaña y se pregunta qué hace tan lejos de las nieblas gallegas. No encuentra respuesta. Ni quiere imaginarse lo que significa. Es un mal augurio. Por otro lado teme que la luz que lo saludó sea el alma en pena de algún amigo. Emocionado, levanta el brazo en un tierno adiós.
 
 
Airam Lebasi
 
 
Nota: En este relato aparecen personajes de tres escritores que posiblemente coincidieron en Madrid. Supone la escritora que se conocieron, o por lo menos sabían unos de otros. Escribían con regularidad en la prensa: Wenceslao Fernández Flórez (1885), Ramón María del Valle-Inclán (l866), Gabriel Miró (1879).

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