Portada del sitio > REVISTAS > Auca > NÚMERO 9 > TRAS LOS PASOS DE NUESTRO PADRE SAN DANIEL
{id_article} Imprimir este artículo Enviar este artículo a un amigo

TRAS LOS PASOS DE NUESTRO PADRE SAN DANIEL

Airam Lebasi



TRAS LOS PASOS DE NUESTRO PADRE SAN DANIEL
 
 
 
 
 

Procesión eclesiástica en la Oleza mironiana


La viajera recuerda que cuando nació la revista Auca esta sección de Tras los pasos... se asomó por primera vez con una ruta literaria sobre Gabriel Miró. La ruta que discurre por los paisajes mironianos alrededor de Polop, Altea, Callosa, las sierras y el mar. Entonces sus sentidos se llenaron de luz, olor y sabor. Ahora, pasados los años, la revista vive su destino y la viajera regresa a Miró, pero siguiendo los pasos de algunos personajes en la Oleza que el autor nos presenta en Nuestro Padre San Daniel. Sus pasos son trémulos y silenciosos, observan a seglares, beatos, capellanes y prelados. La atmósfera es opresiva, clerical y de escarceos carlistas. Oleza es brasero y archivo de carlistas, famosa por sus cáñamos, por sus naranjas, por sus olivares, por la cría de capillos de seda, por los terciopelos, por sus monasterios y por los dulces: el manjar blanco o los pasteles gloria, dice Gabriel Miró.

 
La claustrofobia oprimente de la religión apenas deja un contrapunto, sin culpa, donde descansar. La primera ruta fue luminosidad y un divagar por pueblos alegres de montañas azules, jazmineras y frutales, y, arropado por el mar, un recreo sentimental para los sentidos. Es éste un viaje de ambientes encerrados, sometidos a la opresión de clérigos y monjas, de culpas y penitencias: destinos señalados por el autor, que mueve a sus personajes con limitaciones, ufanos de su clase, o hipócritas, o serviles, o desgarrados, o de seres rechazados por la sociedad. La hambruna recorre como una sombra los lugares, resaltando el arrabal de San Ginés, donde las escenas descritas se acercan al más puro naturalismo. Torrente de estiércol y bardomeras, de criaturas y pringues, simiente de viruela y carbunco. Buhoneros y esquiladores, ristras de oracioneros y mendigos, figuras que se representan en los retablos románicos, en los pórticos y los canceles de las iglesias, salen de este lugar anárquico, donde se vive al margen del día a día de Oleza, Desde su altura se observa la vida de la ciudad de la que hacen burla y escarnio. Quizá Miró compone sus recuerdos de aquella Orihuela de sus años de niño interno en Santo Domingo. Evoca entre los posos del tiempo y rememora el pasado desdibujándolo en sus vivencias, experiencias y madurez, que ponen visos de irrealidad en lo visto y asumido por el pasar de los años.
Para entrar en Oleza escoge la viajera el Olivar de los Egea, El Olivar de Nuestro Padre, como se le conoce. De la palabra olivar deriva Oleza, tierra de olivas, tierra de aceite, óleo. El que se conozca por Nuestro Padre se debe a que la escultura del santo fue labrada en un tronco de olivo de esta heredad y de su tocón retoñó un laurel. Es considerado el primer milagro del Santo. El segundo fue dejar manco a su escultor para que no pudiese esculpir otra maravilla. Dejóle manco y mísero. Parece un sarcasmo. La talla del Santo, de rostro demacrado y trágico, no se corresponde con la idea que se tiene del profeta Daniel, aunque a sus pies se halle la olla de potaje y la cestilla de pan. Tantos milagros y mercedes otorgó que le quedó el nombre de Nuestro Padre para las gentes. Una riada arrasó su monasterio y la imagen fue arrastrada lejos. La rescató un labriego de entre oleadas de presentallas, bardomeras, barro y ramajes. Las aguas desbordadas le dejaron para siempre una color morada y una mueca amarga de asfixia. Por esas circunstancias lo apodaron el "ahogao". Del Santo pasa la viajera a conocer a un seglar: don Daniel de Egea, señor de sus tierras, hidalgo de rancios fueros que pronto quedará atrapado por su simpleza. De carácter blando e inseguro acoge con infantil alegría las novedades que le traen sus amigos: don Cruz, canónigo; el padre Bellod, párroco, y más tarde rector de Nuestro Padre; y don Amancio, cronista y diarista con el seudónimo de Carolus Alba-Longa. Van a ser estos los causantes del destino cruel de don Daniel. Ellos le recuerdan constantemente que tiene que ser piadoso y dar muchas gracias al Santo que lo considera su hijo predilecto al derramar sobre sus tierras abundosas cosechas. Bañada la heredad por el río Segral, sus aguas gordas y rojas son elevadas por azudas y recogidas por azarbes que riegan maizales y naranjos. Las vacas relucientes se hunden en los herbazales que casi las cubren y los terneros uncen sus morros con los sucos del pasto tierno. Animales de toda índole se beneficiaban de la exuberancia de aquellas tierras. También había una parte de secano: viñas, olivares, almendros y cereales, pitas, cáñamos, chumberas e higueras llegaban hasta el barrio judío a la entrada de Oleza, solar de oficios artesanos. Una avenida de olmos umbrosos y verdes señalaba la entrada a la mansión, rodeada de los edificios de labranza, casas de labriegos, almazaras, lagares, fraguas y toda clase de aperos. Una amplia plaza, en la que destacaban inhiestes cipreses, señalaba la entrada a la casa señorial, separándola de las eras de trilla y secado, arbustos ornamentales, geranios y jazmineros. El señor de Egea, viudo, tenía una hija, Paulina. Era hermosa, dulce, graciosa, y toda vibrante como un latido. Su figura luminosa, tal un ángel, participa de la vida virtuosa y casta de Oleza: no se contamina de la hipocresía y la beatería de las mujeres de la villa conservándose inocente y pura. Tanto ella como su padre serán víctimas propicias para el engaño. Por influencia del trío de amigos de la casa, que alimentan el ego del señor de Egea, caerá éste bajo la atracción y la admiración a un forastero, capitán de los ejércitos carlistas que considera ideal para unirlo a su hija. Ésta verá en aquel santo su felicidad. Es este un personaje extraño, hermético, con el perfil de un santo esculpido en piedra, seco y consumido, de una tristeza contrita. Este triste engendro procedía de Gandía. Tantas historias contó de sus viajes con los facciosos del Elegido, y de su presencia constante a la vera del heredero legítimo, que se imaginaron era un hijo bastardo de Don Carlos de Borbón. ¡Qué mayor honor que casar a Paulina con un hijo de Rey, aunque fuera bastardo! Lo consideraban El Enviado. Esta boda arrastrará a don Daniel a la desesperación, a la tristeza, al abandono y a la muerte.
A la viajera le interesa el padre Bellod, un tipo áspero, basto, de espíritu rígido, cruel y sádico con los animales, implacable con las flaquezas de la carne. Un tipo oscuro y fanático, que infringe todas las normas de la caridad y la compasión. El obispo lo nombra rector de Nuestro Padre. ¡Qué burla para la piedad cristiana! Ese obispo cree que así descansan de su yugo los de San Bartolomé. Una comisión va a darle las gracias al obispo, un andaluz alegre y gran señor, más mundano que piadoso. Era portavoz de esta embajada Alba-Longa, el diarista y cronista de la villa. Los recibe el prelado sentado en su sillón frailero, mullido de cojines, con todo el boato del salón de audiencias y así como los recibe con una sonrisa de agrado se muere: dicen que de perlesía. He ahí la diócesis huérfana. Surgirán litigios entre los bandos de los distintos grupos de amigos y cofradías. Intervendrá el Padre Bellod en la vida de Oleza siempre para amonestarla y exigirle mayores penitencias en nombre de una religión despiadada e inhumana, tal como él la sentía, y mayor compromiso con la causa del Heredero Católico. La llegada del nuevo obispo, sobrio, culto, enemigo del boato y de la vida mundana, dejará una huella de rebelión en el rector que no comprende la sutileza ni la humildad.
Por encima de todos los personajes que pueblan la novela, a la viajera le encanta Don Magín, por el que siente una gran simpatía. Lo sigue en uno de sus paseos sensuales de gozo y de ocio por las calles de Oleza
En su rostro plácido, una sonrisa, y en su pisar sonoro, la arrogancia de un cardenal. La calle de la Aparecida es su predilecta, de tapiales blancos con desolladuras de pedernal, el agua ruidosa, los naranjos de copas redondeadas, cercados de romero y mirto, arcosolios de tuyas recortadas, glorietas de cipreses, los ramajes de los milgranos, de las higueras, de las palmas y las vides dobladas generosas sobre sí mismas. Desde el azul, a las paredes, a las ropas, a la piel, penetra el olor del cinamomo, del azahar, de la verbena, de las pitas, de las albahacas, de campánulas, de geranios calientes...Todo un calendario botánico para Don Magín que se deleita exprimiendo las fragancias para su intimidad, en una evocación cristiana y gentil a la vez. Se le representan los vergeles asirios, el hortus conclusos del cantar de los cantares, (eres un huerto hermoso y bien cercado), y los jardines de Murcia poblados de ángeles y vírgenes que en su cabeza se volvían señoras de su amistad. En la nariz de Don Magín se ocultaba el más fiero y delicioso enemigo de su persona, el pecado. Los antiguos decían que en ella radicaba la ira, en la suya había hechizos irreprimibles capaces de la más terrible perdición. La viajera, sensible a las delicias de los sentidos, confraterniza con el clérigo y sigue tras sus pasos que se detienen en la Plazuela de Gozálvez, de casas tostadas, rudas como labradoras, y en el horno de la Visitación. La Visitación es un convento recogido del que es pastor un personaje luminoso e inocente, Don Jeromín, muy amigo y admirador incondicional del prelado, que lo escandaliza con sus opiniones paganas sobre la Biblia. No podía pasar Don Magín por el horno de la Visitación sin detenerse a aspirar la cochura del pan reciente, embeberse en la charla de anacalos y mozas que heñían la masa en los binteros que dan el fresco olor de las harinas. Los lunes recorría el mercado del Puente de los Azudes con su averío, sus frutas y sus huertanas. Parábase con las recoveras de la Solana, con los especieros, junto a los carros de las hortalizas, al lado de los cuévanos de peces. Con todos platicaba con campechanía: sopesaba, cataba y palpaba con gracejo y alababa los productos. Era apreciado y querido. Se ceñía el costado con un ala del manteo y la otra la plegaba sobre su hombro. En sus manos grandes y señoriles siempre había una flor, una hierba aromática: nunca sus manos pendían lacias. Semejaba un patricio romano en su apostura. Jamás tenía prisa, parecía que siempre iba de vagar. A veces se volvía porque el aire le traía un efluvio sensual y suspiraba. Al recogerse, volvía por la calle de la Verónica donde residían las sastrerías eclesiásticas, los talleres de imágenes y ornamentos, los de los obradores de cirios, los de los chocolates Roger y la variopinta cerería de Motos. Aquí descansaba y probaba la pasta del chocolate y daba su parecer en el punto de gusto de azúcar, canela, bizcocho molido y cacao; le concedían ese privilegio. Departía con Doña Corazón, limpia para su casa, para su mesa y para su persona; envuelta en suaves aromas de delicias culinarias y rastros de limón. Al despedirse, recordaba el mes de abril oloroso de acacias, de rosales y naranjos, de buñuelos, de hojaldres y de monas de pascua. De él, el Padre Bellod decía que era una vergüenza para la iglesia, que debía someter su cuerpo a una mayor disciplina y su paladar a la frugalidad de un eremita. Don Magín respondía que estaba dispuesto a obedecer, no quería oír tronar la voz del párroco, pero pensaba que a Dios se le glorifica de otras muchas maneras. Una de ellas era disfrutar de lo que había creado. Cogía en sus manos aristocráticas una flor y la exprimía entre sus dedos, respirando su fragancia, y se olvidaba de los sermones del Padre Bellod.
La viajera conoce a otro personaje luminoso y liberal, que atrae por su simpatía en sus fugaces apariciones: el médico don Vicente Grifol, chiquitín, pulcro, rasurado y soltero, que al pasar por el dulce portal de Doña Corazón daba un golpe con su cachava en una losa, miraba hacia el interior y suspiraba. No se profundiza mucho en esta persona, apartada de la chismografía y de los clérigos, quizá, por ser tan independiente y decir lo que piensa. Don Magín lo aprecia y confía en él. Y la viajera cree que está enamorado de doña Corazón.
La andariega de Oleza se despide de Don Magín y de los demás personajes que, aunque se mueven por la novela, no son comentados en estas páginas. Toma la mochila de caminante sobre sus hombros y aspira con fruición los aromas de la noche. Mientras, piensa que lo más hermoso de este libro, que ha leído, es el vocabulario: brillante y preciso, sin reservas en el consumo de vocablos que el tiempo olvida por el fenecer de los oficios. Es una prosa lírica y preciosista en la que predomina, sobre las andanzas de las figuras, en sus diversos papeles, la descripción de los lugares. Ha supuesto un honor para ella deleitarse con esta obra y haberla recreado, pareciéndole que fue corta la singladura. La viajera se extasía con las emanaciones, no de la hediondez del ambiente de Nuestro Padre San Daniel, sino con los aromas de las plantas, el azahar, los mirtos y el jazmín que crece por doquier en los huertos y los jardines o con los árboles majestuosos, magnolios, acacias, cipreses, que dan a la ciudad ese sabor sobrio de monasterio, de rezo y de campanas timbradoras. Poseedora de un gusto especial por lo dulce, se recrea en los sabores de tantas delicadezas que esconde Oleza en las cocinas de algún recoleto convento. Sigue la viajera su camino en busca de otros paisajes, otros pueblos y otras gentes.
 
 
Airam Lebasi

Este artículo tiene © del autor.

1510

   © 2003- 2023 Mundo Cultural Hispano

 


Mundo Cultural Hispano es un medio plural, democrático y abierto. No comparte, forzosamente, las opiniones vertidas en los artículos publicados y/o reproducidos en este portal y no se hace responsable de las mismas ni de sus consecuencias.


SPIP | esqueleto | Conectarse | Mapa del sitio | Seguir la vida del sitio RSS 2.0