Llevo días pensando en que tengo que terminar de escribir mi libro. Por encima de editoras a las que he dejado colgadas como un gilipollas, y de promesas a amigos que se fueron, pienso que se lo debo al niño que fui. Ese que cogía libros de la biblioteca para cambiar los finales. Siempre un impertinente, ya lo ves. Yo permitiéndome el lujo de cambiarle los finales a Pérez Galdós o a Carmen Laforet desde mi cerebro de mosquito de doce años. Pero ese niño sigue esperando. Sigue sentado en el parquet mugriento de aquel apartamento de la plaza de los Mostenses, mirando la grasienta bandeja floreada sobre sus rodillas y escuchando las sonoras carcajadas de su padre. “¡Escritor! ¡escritor tú!”

Hasta para reírse siempre pareció mucho más valiente que yo.