Se nos fue el amigo. Para siempre. Sin un adiós de esperanzador retorno. Que la Eternidad, nidada secreta de los hijos del tiempo, le reserve un lugar a la diestra de su Dios.
Joaquín era un buen amigo. Hombre de luces, se guarecía allí donde la sombra le permitía apreciar, desde el contraluz sentimental, el pendular movimiento de su generosa existencia. No escribo estas palabras con vana intención laudatoria, como en ocasiones se hace para fingir un sentimiento de tristeza. Me pronuncio de este modo porque muchas veces, casi a diario, comulgábamos con el pan ácimo de la verdad transmitiéndonos sin temor nuestras intimidades. Él, acreditado regatista y yo apasionado pescador, alba tras alba en torno de un desayuno frugal, comentábamos también los placenteros instantes de felicidad vividos en la mar grande o en la mar chica, desplegando el abanico pericón de nuestra poesía de ortos y ocasos. Y ni siquiera las divergencias políticas podían separarnos del camino de la amistad, tal vez porque él y yo éramos conscientes de que los apegos a ras de tierra distancian entre sí a los seres humanos.
Por todo esto, cuando traduje mis sentimientos con unas palabras de despedida en el cuaderno de homenaje a los difuntos, Joaquín de cuerpo presente y yo luchando contra el llanto oculto, escribí: Hola, amigo, pide un cortado para mí que voy de camino.