Las palabras escritas de aquella desconocida galopaban a latigazos por mi sangre, como cullillos afilados.
En contacto con el aire, cobraban formas de panes secos y duros de tonos enmohecidos y olores ocres.
Dañaban desde el mismo momento en que rozaban el papel blanco cruzando las distancias que me separaba.
Me producÃan un dolor intenso insoportable.
Se habÃan cruzado las palabras en mis textos, en las aceras, de la ciudad corriente.
Me habÃan elegido sus palabras para descargar su ira, entre un centenar, un millar anónimas palabras que recorrÃan en el mismo instante todas las calles.
La mala impresión inicial y la repulsa inmediata de aquellas palabras, se confirmaban al contemplar la imagen espantosa de la ladrona de palabras, veÃa aquella figura ante mis ojos, con curiosidad y repugnancia, recreándome morbosamente sin ser capaz de evitarlo, en cada uno de las consonantes: un olor nauseabundo de vocales, grasientas, envenenadas, enmarañadas, como un abrigo oscuro y destartalado, pantalones con los dobladillos descosidos, en los que las palabras se tapaban unas otras, calzadas zarrapastrosas en los pies, unas sandalias mediocres…
La ladrona de palabras las encadenaba en una retahÃla de sin sentidos, palabras atropelladas y entremezcladas. Despotricaban, insultaban, gritaban, alzaban las manos en señal de reclamo a algún poder supremo, siempre se dirigÃan a mÃ, mortificándome a lo largo de mi camino.
La brusquedad del encontronazo me habÃan atrapado me mantenÃa inmóvil, anclada a aquella baldosa del suelo.
En ese diminuto pedazo de mundo que parecÃa querer que yo habitara desterrada siempre
Las palabras como hojas afiladas de cuchillos empezaban a producirme una sensación de rigidez seguida por un hormigueo insoportablemente intenso y dolorosos calambres.
Al principio, intente analizar la situación, mantener algún tipo de calmada perspectiva, resultó imposible.
No entendÃa que clase de imperativos irracionales son suficientes para arrastrar a una persona a perder el control, abandonándose por completo, los imperativos, los gerundios, me encadenaron a una paranoia para alejarme de la realidad, cotidiana, de mi realidad.
¿Cuándo se rompe el hilo finÃsimo de las malas palabras que nos ata a la cordura, en qué momento distes a la ladrona de palabras, carta blanca? ¿Dejaste a otros? -entrometerse- en el ritmo de tu corazón- ¿en tu existencia?
Las malas palabras continuaban creciendo, como la mala hierba, empezaba a resultar insoportable.
Aún asÃ, seguÃa sin hacer absolutamente nada.
Me limitaba a observarlas perpleja, sin alcanzar la velocidad de los epÃtetos, de los gerundios, imperativos...
DebÃa tomar una decisión:
Opte por escucharlas
Opte por dejarlas correr
Opte por permitirles desahogarse, gritar, jurar, maldecir, llorar, arrodillarse, arrastrarse, suplicar, callar, esbozar una sonrisa maliciosamente leve, y tras años, los más largos vividos, Al abrir mis tres baúles de palabras buenas
Comencé a reÃr a carcajadas.
Reà con entusiasmo, como rÃen los niños, con la frescura que la vida nos arrebata. Reà con la felicidad que da la libertad, la vida, la verdad. Al abrir mis tres baúles de palabras buenas –horrorizadas- huÃan las palabras malas
Mi risa era magia en estado puro que exortizaban a las malas palabras y muchos de los que un dÃa se apartaron de mi, en aquellas calles de una ciudad cualquiera, contagiados, se marcharon sonriendo.
Me fui con mis baúles repleto de carcajadas a vivir con las gentes sencillas.