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APRENDIENDO A VOLAR

(Testimonio)

Ana María Tamayo Espinosa

Cuba




 

 Bien se ha dicho y creo que todos lo hemos escuchado alguna vez: “la letra, con sangre entra”. No es cierto, mucho menos en estos tiempos, pero quien lo dijo parecía conocer lo que ahora les voy a contar, la historia de cómo aprendí a leer y a escribir:
 Nací en un hogar muy pobre con piso de tierra y techo de yaguas. Soy de origen campesino, la mayor de nueve hermanos y vi la luz del día hace más de 90 años en las afueras de un pueblo que nadie recuerda. Desde niña tuve que empezar a trabajar para ayudar a mantener a mis hermanitos, por eso no pude ir a la escuela, que además, quedaba muy lejos, había que ir a caballo o caminar demasiados kilómetros para una niña tan pequeña. Así fueron pasando los años y me iba quedando analfabeta, pero el deseo de aprender, de hacer algo mejor con mi vida no me abandonaba. Me daban celos de ver a la hija mayor de mi padrastro que sabía leer y tenía una letra muy pareja; cuando le pedía que me enseñara, me echaba de su lado.
 Realicé muchos trabajos, porque no se miraba la edad de quien lo hiciera, con tal que trabajara bien, además, en ese entonces no había ley que nos protegiera, y a un menor se le pagaba una miseria comparado con un trabajador adulto. De este modo comencé por cuidar niños, fui ayudante de cocina en una finca, trabajé en la agricultura y hasta aprendí a hacer carbón para vender... Un día, a mi padrastro le dieron una plaza de conserje en una escuela nueva que habían abierto un poco más cerca de mi pueblo y no quiso aceptarla; decía que eso era trabajo para mujeres. Yo la tomé en su lugar, me parecía un regalo comparado con lo que hasta el momento había tenido que hacer. Así, con 14 años, sin haber calzado nunca un par de zapatos, comencé a limpiar la escuelita. Por aquella época pasaba tanta hambre -el dinero que ganaba se lo tenía que dar a mi padrastro, que lo administraba a su manera- que hasta me comía los pétalos de las flores, recuerdo que la dueña de una casa donde trabajé decía que no sabía por qué los marpacíficos de su jardín no florecían, cuando los de otras casas se llenaban de capullos.
 La sola vista de la escuela me llenó de ilusión, me hubiera gustado ser uno de aquellos niños cuyos padres podían darse el lujo de enviarlos a aprender las letras. No se trataba de dinero, porque era gratis, sino de tiempo; en aquella época había que crecer muy rápido para ayudar a la familia a sobrevivir... No me atrevía a entrar a las aulas durante las clases, pero los oía repetir las vocales y las consonantes y lo hacía a coro con ellos, bajito. A veces me asomaba por la ventana para ver qué figurita representaba cada sonido.
 Un día fui a borrar una pizarra y me di cuenta, que de tanto empeño en repetir y espiar las clases, entendía lo que estaba escrito en ella. Tenía que ir despacio, pero estaba segura de que YA SÉ LEER, era lo que estaba escrito en el pizarrón. Algo me dio por coger la tiza y tratar de dibujar lo mismo que veía escrito, me salió horrible, claro, pero seguí repitiéndolo hasta que me quedó bastante bien. Ese fue el día en que comencé a aprender a escribir. A partir de entonces le decía a las maestras que dejaran las pizarras sucias, que yo se las limpiaba, y lo que hacía era tomar la tiza para repetir todo lo que estaba escrito en ellas.
 Cuando tenía dudas con alguna palabra o con la gramática, tenía un truco: como conserje, me correspondía revisar las cabecitas de los alumnos para revisar si tenían piojos; si les descubría alguno, los tenía que mandar de vuelta para su casa. Pues verán -y no se rían-: si yo quería aprender algo, le decía a cualquier niño a quien yo supiera que le gustaba la escuela: "Tienes algunos bichitos, pero si me enseñas como se escribe tal palabra, o como se conjuga tal verbo, yo te los mato para que puedas entrar a clases". El niño me enseñaba y yo me hacía la que le sacaba los piojitos, realmente les hacía un poco de cosquillas en la cabeza, los peinaba y los mandaba a entrar. Por timidez, no quería decir abiertamente que estaba aprendiendo a leer. Tal vez tenía miedo de que se burlaran de mi tamaño, porque a pesar de mi edad ya parecía una mujer hecha y derecha, o de mi interés por aprender.
 Cuando se acabó la contrata en la escuela, mi padrastro no quiso renovarla, dijo que me había encontrado un trabajo que pagaba más. Me pareció que el mundo se me venía encima. Pero comencé a trabajar en casa de una familia acomodada y pronto descubrí que podía seguir aprendiendo sola, para eso buscaba todos los papeles que botaban: revistas, periódicos viejos, listas de compra... hasta las cartas, si se llegan a enterar de esto último me hubieran despedido, pero mi interés por aprender superaba a veces mi sensatez.
 Se preguntarán por qué he escogido este recuerdo para ser contado... Es que quiero que los niños y jóvenes de hoy no desperdicien las oportunidades que les da la vida. No hay mejor amigo que un libro. Cuando estaba a punto de cumplir los 17 años, leí por primera vez en mi vida una novela completa, esta vez la pedí prestada a la dueña de la casa donde trabajaba, y me dijo que sí, que podía coger todas las que quisiera, con tal que las cuidara y las devolviera al lugar, porque ella casi no veía por su edad avanzada, y los libros tenían que servir para algo más que para coger polvo.
 Esa buena señora tenía todo la razón. Los libros sirven para mucho más. Aquel primer libro que tuve en mis manos, sin tener necesidad de esconderme, se llamaba EL CHACAL DE TACUBA... No importa ahora si la historia era buena o no: Al ver que era capaz de entender todo lo que en ella estaba escrito, me pareció que me habían salido un par de alas.
 Nunca más el mundo fue igual de gris, había aprendido a volar.

 

Ana María Tamayo

Cubana, nacida en Holguín en 1926. Madre de la escritora Marié Rojas Tamayo, quien le ha dedicado varios de sus libros.

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