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Recorrí la senda

Martín Elías Ortega

MÉXICO



Ayer fui a visitar mi vieja casa,  un poco ruinosa ya;  sin embargo, pese al transcurrir de los años, no pierde su encanto y emerge siempre majestuosa cuando uno termina de subir la lomita por la avenida principal del pueblo. Es como si tuviese personalidad, quizá sea porque está  llena de mi, de mis primeras memorias, paredes embadurnadas de mermelada, manos pintadas en las bardas, el eco de mis primeros pasos por sus pasillos, los gritos de mis hermanos y mis primeros suspiros amorosos.

Es una casa bonita, me puede haberla dejado atrás. Esta rodeada de pinos y, al fondo, el olmo todavía yace erguido. Allí terminaba para mi el patio, cuando era niño, y comenzaba la aventura, lo desconocido. Fui de visita, como no queriendo la cosa, a recordar tiempos más felices, cuando me presumía inocente, y me creía inocente.
Mi viejo patio sigue casi igual, a no ser por unas cuantas hierbas, restos del verano que ya se aleja. Me embriagué ayer de recuerdos cuando vi los horcones y las vigas perdidos en las inmediaciones del monte, y los huertos de naranjas y limones. Recordé cuando explotaban, exuberantes,  sus azahares;  entonces, me hacían subirme a la caja que está junto a la cerca para disfrutar sus olores; cerraba mis ojos y dejaba que el zumbido de las abejas me llenaran los oídos mientras aspiraba el mágico dulzor de su perfume. Todo se ponía colorado porque apretaba mis ojos, fuerte,  fuerte, hasta que todo cambiaba a  chispas de colores. Eran mañanas interminables de sol, tardes de lluvia y juegos.
Esta es mi casa, siempre lo será. Lo se porque, siempre que sueño que regreso al hogar, entro por sus puertas de pino y no por la de cristal que es dónde vivo hoy.
El agua se ha llevado todos los recuerdos en retratos mojados y, tras de sí, las paredes repintadas enterraron los recuerdos de mi niñez. Me gusta venir de vez en cuando, solo, para tratar de ser niño de nuevo, buscar mis tesoros que siguen intactos. Mas allá del patio está el desierto; sigue despertando, en mi, emociones que varían: miedo, respeto, y sobre todo asombro de lo bello que puede ser.

Mi habitación sigue igual,  salvo por las telarañas que han tejido los minutos y segundos de soledad en la que yace; la ventanita al fondo del baño que encerraba fantasmas del mas allá, la luz siempre tranquilizante de la ventana grande, el techo de madera con sus imágenes que veía de niño -caprichos de la pintura, decían-, para mi, amigos de aquellos momentos de soledad infantil.
Los pájaros vuelan todavía en el bosque de espinas y no hay nadie ya, como antes del diluvio de calles, que los atrape en trampas o hurgue en sus nidos. Bordeo las cercas enterradas dónde antes estuvo el camino y la vereda que hace tantos años fue, para el niño que era, la entrada al paraíso, y quiero llorar:  aquí recibí mi primer abrazo de amor, que más que gustarme me asustó.

Llego por fin,  hasta el pozo, al lado del canal y, en la hondonada húmeda, inclinado entre el zumbido de los insectos, siento que nada a cambiado. Sí, nada a cambiado, en cualquier momento escucharé los gritos del abuelo:

- Â¡Ten cuidado, niño, con el pozo !, ¿que no sabes que no tiene fondo?

Cierro más fuerte mis ojos, y mi corazón sabe que ya no está, que su tiempo pasó. Fue, al final, más duradero el pozo que él: este sobrevivió a sus constantes amenazas de enterrarlo. Sin embargo, el ayer no puede convertir en cenizas sus palabras; no puede destruir, el tiempo, su sonrisa y ese abrazo de oso que tanto extraño. Estos siguen vivos a pesar de que esta es la tierra dónde las huellas de los muertos han sido borradas por el agua, en su camino hacia el mar.

Recorrí la senda ayer para encontrarme con la vida, para saber que se pueden destruir casas, cuerpos y pueblos, mas no los buenos recuerdos. Que las calles se pueden llenar de ruido y conservar en el fondo el silencio de los miles de susurros que el viento recoge y pasea por el mundo para, después, regresarlos como una sinfonía que se repite hasta el infinito.

Esta es la casa de mis padres,  esta es la casa de la infancia que un día fue verde y azul. Aquí lloré por primera vez, reí por nada, me sentí amado y amé sin condiciones. Es la casa de la bicicleta, del trompo y de mis recuerdos.
Caminé en el pasado, ayer, para darme cuenta cuan afortunado soy de tener este presente.

P.-S.

Martin Elias Ortega

Este artículo tiene © del autor.

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