Cuando debamos callar, boca cerrada por ser lo más conveniente para todos; pero hoy no es el caso, al menos por lo que a mí me concierne. Dicho esto, me siento obligado a dar explicaciones.

 Desde que me he puesto en pie hasta el momento, cuando ya el sol ha rebasado con creces el mediodía, no han cesado de invadir mi cascado móvil los mil y un whatsApps desestabilizadores de conciencias. Todos ellos inyectando un nuevo virus: el de la mala baba. Virión que no pocos lenguaraces transmiten a las personas ansiosas de paz. ¿Para qué? ¿Con qué fin? Quizá ni ellos mismos lo sepan, pero que les satisface. En el fondo, quienes lo transmiten son esclavos de su ignorancia, sometidos al riguroso deber de servir al amo doctrinario; y no cesan, en su afán de servidumbre, de dañar al pueblo que pretenden ensalzar con falsedades. Practican su credo en defensa de unos intereses que no me atrevo a calificar por el respeto que me merece cada ser humano, sea digno o malhechor. Habrá alguna honorable persona que de verdad proceda con sentimiento de justicia, no lo dudo, pero la mayoría responde a provechos personales, y aquí me planto.

 Siento que mi país esté siendo ridiculizado por naciones cultas y de reconocido prestigio, tanto euroasiáticas como de allende los mares. Que en unos momentos tan dolorosos como los que estamos viviendo se utilice el sufrimiento, la desesperanza e incluso la muerte con fines políticos, clama al cielo. ¿No podemos esperar un poco, siquiera sea para que viudos y viudas, huérfanos y familias enteras puedan dejar de llorar a sus seres queridos en tránsito a la eternidad? ¿Queremos, pero de verdad, nutrirnos de la carroña sentimental, de los detritos anímicos, para hundir al adversario y elevar al poder a nuestro líder político? ¿Tanto nos complace el triunfo, sea cual sea el método empleado para su consecución? ¿Acaso hemos perdido la dignidad por completo? ¿Nos queda un mínimo de pudor? ¿Es esta la España que anhelamos? ¿No nos da vergüenza que en el extranjero seamos víctimas propicias de la carcajada? ¿A cambio de qué tanta ignominia? En trueque por más odio, más envidia, más -muchísima más- desunión, desprecio por lo bueno, muy bueno, de nuestra historia… que estamos pisoteando ¡Ay, Cervantes!, perdónanos.

 Enarbolemos la bandera para, como único símbolo, estampar en ella lo que España no se merece: la insignia de la indignidad de unos pocos, los que han inoculado en el alma hispana un nuevo virión. ¡Lo que nos faltaba!

César Rubio Aracil