Si mi escrito está titulado de manera indefinida, es porque España merece de mis pobres letras el respeto que mil y un descerebrados le niegan. Me rebelo contra tantísima ignominia, convertida en literatura propia de arrieros medievales. Sin duda, redactado con la finalidad exclusiva de denostar, insultar y desprestigiar al Ejecutivo que vela por la salud y bienestar del pueblo. Que el cometido gubernamental sea acertado o erróneo es susceptible de crítica o halago, pero siempre empleándose términos capaces de sacarle lustre a nuestra hermosa lengua, como de igual manera honrando el nombre de España. Términos y expresiones como culo, mierda, gilipollas, que se joda, hace el capullo, no propician la educación de las clases sociales menos relevantes, precisamente cuando en las redes sociales suele aventarse el taco, además de la palabrota y los giros más desafortunados. Pero no solo el modelo didáctico es lo que más urge corregir, porque el odio que se desprende del tono empleado, más el celo con que se pronuncia el insulto denotan una falta de ética del referido escribidor, digna de condenar su estilo al ostracismo. Porque hasta en el improperio debe cuidarse la estética.

Al hilo de este comentario quiero revelar cuál ha sido mi respuesta a la señora que me ha remitido el citado engendro literario. Dama educada y culta, me ha invitado a divulgar el suelto ¿periodístico? que, con toda lógica, me he opuesto a difundir, mostrándole mi extrañeza de que, siendo tan católica, se prestase a transmitir semejante sarta de despropósitos. También he hecho hincapié en que Cristo no hubiese redactado lo que ella, en perjuicio de los españoles, ha ensalzado en nombre de su verdad y del libre derecho de expresión. Al expresarle que estaba en pecado mortal y que debería confesarse, su respuesta ha sido clara: Yo tengo muchos pecados mortales y veniales pero, cuando le pregunte al sacerdote, creo que me dirá que esto no es pecado sino una simple gilipollez. Amén, añado en tono jocoso; porque la buena señora me ha tocado el alma diciéndome: “Te quiero, viejo gruñón”. Algo que, desde este espacio, le agradezco porque, al menos, demuestra su calidad humana.

En cuanto al susodicho señor Risto, qué pena de hombre. Lo digo con sentimiento de piedad, sin interjección con que acompañar mi lástima por su desvarío. Pretender bruñir el nombre de España con el esmeril del odio solo conduce a la desunión y el desprestigio de la nación que tan generosamente le ha concedido un huequecito para ejercitar su lengua viperina.

César Rubio Aracil