La bandera –en este caso la española–, representativa de nuestra historia, no debería ser un símbolo disgregador, sino la expresión aglutinadora de voluntades en favor de la unidad. Sin embargo, sus colores diversifican, rompen y envenenan la conciencia ruidosa de millones de españoles dispuestos a abanderar la ignorancia, la insolidaridad y, lo que aún es peor, el odio.
Tengo vocación republicana, me vinculo a una tendencia ideológica concreta: la izquierda. No obstante, los matices patrios me tienen sin cuidado. Sería capaz de aceptar la enseña que hoy nos representa ante el mundo en el caso de un cambio político sin monarca. ¿Qué más me da ser español adoptando cualesquiera de lo colorines por los que suspiran las mentes vacías? Porque la bandera no deja de ser un libro en el que consta la trayectoria seguida por los pueblos. Un texto concretado en virtudes y miserias. Nobles gestas muchas veces sustanciadas por condenados a galeras, servidores de la nobleza y míseros hijos de injustas circunstancias. No menos, el emblema bicolor conserva el oscuro simbolismo de crímenes y forzadas obediencias a tiranos; de vergonzosas manipulaciones políticas y sucios juegos de trileros. ¿Qué es la bandera sino el retrato de millones de conductas perversas y la grandeza de las personas de bien? Quienes manipulan estos hechos, la evidencia histórica e incluso el sentimiento de los que perdieron la vida por España no son otros que los siervos del Poder: Intelectuales de chicha y nabo, incapaces de escribir cuatro líneas en favor de los desgraciados que escarban en los contenedores de basura y acuden al auxilio público para comer; personas sin techo que las inmobiliarias deshonestas estrangulan ante la mirada pasiva de los abanderados, de los marranos (me refiero a los antiguos conversos) que rinden pleitesía a la clase política que les llena la panza; de esos otros capaces de romper amistades de lustros de duración con tal de imponer su soberbia, su falsa sabiduría; maestrillos del vocativo “¿Oh, España mía!” y líderes de la hipocresía. Lo dicho: intelectualillos; seres indignos de abanderar una noble causa. Porque quienes de verdad sienten la España comunitaria, geográfica y humanista, lejos de levantar alto el estandarte, guardan sus fuerzas para defender y hacer creíble ante el mundo la grandeza de la nación que mancillan a fuerza de mentiras y atropellos a la unidad. Deberíais percataros, ¡vosotros, sí!, hijos e hijas de la estulticia, que España necesita heroicas aportaciones a la verdad y no guturales vivas a la patria.
César Rubio Aracil