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Mi amiga la heroína

César Rubio Aracil

España



Para Anxelina, sintiéndome espora de la melancolía.

Anxelina ha dicho ¡Coño! ¡Qué mujer! Anxelina ha dicho "¡Coño!" ¿Se le puede pedir más a una hurí escapada a todo trapo del Corán que, por reivindicar su derecho a la libertad, ha sido capaz de nombrar a la bicha escarnecida en el discurso mistagógico? Nadie podrá negarle la heroicidad de -por tratarse de una eva- haber manifestado en público, y a contracorriente del pudor femenino, que coño significa amor y desamor, grandeza y mezquindad, placer y dolor, más todos los contrastes imaginables que la mente humana pueda concebir. Aun a riesgo de exponer su honestidad al rigor de la condena, Anxelina ha dicho coño en tono de caracola, como si de los abisales fondos oceánicos hubiera surgido el Fa musical de una cantiga. Sin acordes de bemoles ni trepidantes cadencias: con delicada mesura. Porque su voz es la marea de las intenciones que alberga un alma (la suya) cuya pureza consagra la razón que la empuja a ser mujer. Es decir, belleza versus deformidad. ¿Quiere decir todo esto que, por imperativos fonéticos (la palabra coño me suena a laudate de salmo bíblico), apología femenina a sus propios valores intrínsecos o cualesquiera otras causas motivadoras de alabanza, ha de ser la mujer quien defienda lo que los varones deberíamos custodiar? No. Allá nos las compongamos los machos con nuestros elogios al falo y nuestras vejatorias manifestaciones contranaturales en perjuicio del cunnus. Luego, en el blando lecho o en el espinoso zarzal, ya veréis vosotras cómo nos prodigaremos en ruiseñores susurros mientras, con las dos lenguas fuera y el corazón dándonos saltos, os prometeremos fidelidad eterna (¡ja!) y nos desharemos en cacareos laudatorios en favor de la quisicosa. Pero, aun siendo conscientes de que con vuestros encantos podrías haber dominado el mundo, al ser también adoradoras del dulce palo santo, pues ... eso: que, como vulgarmente se dice, la jodienda no tiene enmienda. ¿Estamos de acuerdo?

Sí, Anxelina: Te has convertido en animosa artífice del jaque mate a la sinrazón. Con tu valioso testimonio ante el heterogéneo usuario de Internet, has pronunciado una mágica palabra. Si el coño es el coño, y no existe en la vasta sinonimia castellana otra palabra que pueda suplir con acierto lo que los antiguos latinos definieron con un bisílabo vocablo, ¿a santo de qué coño hemos de reemplazar un sustantivo que, se llame como se quiera, siempre hará referencia al fuego sacro de nuestra conciencia milenaria? ¿Ocupamos su lugar denominándolo chichi, vulva, concha, chumino, conejo, chocho, campanita, o, rebuscando en el argot, zanjamos esta espinosa cuestión llamándolo guardapolvo, mejillón, papo, higo ...? ¿Verdad que no, amor? Si yo, al admirar tus ojos quisiera -que lo deseo- ensalzar la mirada que me arrulla, no podría exclamar, como nos apuntaba sabiamente uno de nuestros amigos de Internet: "¡Vulva!, qué preciosa estás". Ni: "¡Conejo, cómo te quiero!" Sin embargo, con la innominable palabra que los clerizontes condenan y que ciertas damas repipis, después de fornicar a espaldas del confesonario se santiguan para olvidarla una vez más magnificamos lo que tú, armándote de valor, has pronunciado como si se tratase de una herejía: porque la sublime lengua de la mujer, concebida por los dioses para saborear la vida en toda su plenitud, sólo puede articular, en el concepto machista y en la nomenclatura religiosa, los sonidos que nos hagan recordar la monotonía lauretana: Ora pro nobis.

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