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El botecito roto

Nilda Edith Hoffmann Aitala de Iriarte

Argentina



 
 
Había una vez, en la orilla de un río lejano, un botecito.
Él abrazaba las aguas del río cada mañana cuando hacía su recorrido.
Era como un duende amarillo que se deslizaba rumoroso, llevando alegría en cada una de las cartas que guardaba celoso en su pancita de madera.
 
Era importante, tenía un nombre bonito y sonoro como el metal.
 
Durante muchos, muchos años cumplió con el ritual mañanero.
 
Iniciaba su travesía cuando el solecito se despertaba iluminando las hojas de los árboles.
Algunas veces mantenía largas charlas con el relámpago y el rayo, con las gaviotas y los colibríes.
Tenía un amigo entrañable… Era el grillo trabajador que cuando sus tareas se lo permitían se instalaba en su pancita y juntos navegaban para llevar las cartas y encontrarse con las flores.
 
Toda su vida fue hermosa, nunca se sintió solo, porque los habitantes de la orilla lo acompañaron siempre.
 
Pasaron los años, se fue haciendo viejito.
No tenía la lozanía ni el garbo de antes para navegar.
 
Algunas heridas silenciosas hacían gemir a su pancita, su andar era más lento y trabajoso, pero su mirada más sabia y cansada.
 
El grillo ya no podía viajar con él, porque el agua que se colaba por las hendiduras de la vieja y carcomida madera lo enfermaban de estornudos.
 
Un día triste no pudo más y quedó atado a la orilla.
El río lo acariciaba con olitas saltarinas y le cantaba canciones blancas.
Las nubes se corrían para que el sol lo calentara un poquito.
Hasta el faro que antes llenaba de luz sus noches, ahora estaba también viejo y era un laberinto de metales rotos.
 
 
Un día el Hada de las Aguas lo escuchó, lo vio tan triste que le dijo:
 
“Dime botecito, dime qué deseas, que yo te concederé lo que sea.”
 
El botecito le respondió:
 
“Quiero montar el viento para llegar al cielo.
Déjame libre, suelta el cordel que me ata a la orilla y déjame navegar por última vez.
Quisiera embriagarme de tarde y de primavera para llenar el cielo de colores.
Sabes Hada, yo sé que cuando llegue el alba, el cansancio cerrará mis ojitos y mi alma volará como las alondras.
Déjame libre hada, déjame vivir hoy.”
 
Así lo hizo el Hada. El botecito quedó libre, navegó felíz por los resplandores verdes y violetas.
El alba llegó a cerrar sus ojitos y un montón de manitas de estrellitas se tendieron hacia él para llevarlo al cielo de colores y al país de las caricias eternas.

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