Sobre el ara inmensa de la oscura tierra
un bravo toro al Sol se inmola, al cielo,
como un rito de sangre y un anhelo de vida,
en la estampa rupestre de altamirales tiempos.
En los espectadores brota el júbilo, el ansia,
de su oscura fuente, como un río, creciendo...
La música tiene el sabor agrio de esta raza
que Dios engendró en el suelo ibérico,
que ahoga sus penas letales lidiando
la muerte en la fiesta brava de su pueblo.
Son gritos de angustia, de soledad, de pena,
que se pierden en la noche con el trueno,
en tormentosas lides y estoques de luz viva
y mugidos de toros que desatan los vientos.
El torero en la arena, sacerdotal y solo,
tiene, en su expresión rígida y rituales movimientos,
toda la honda angustia y la grandeza
del hombre en su soledad, del hombre eterno.
El duro espectador se contempla a sí mismo,
sintiendo su ansia, su congoja, su riesgo;
pero en él vive un goce secreto más hondo
de sentir que la muerte le amenaza de lejos;
que está lejos la torva mirada del toro,
cuando pasa aventando la arena del ruedo
con su lengua de llama y su mugido fuerte,
y su tenaz testuz, y su furor inmenso.
Ellos no sienten su amenaza en el aire,
ni el temblor de la tierra, y esperan el encuentro
del duro toro de astas pedernales
y del débil y olímpico y humano torero.
Ellos no saben lo que es sentir la muerte
fulgir en la punta dura de unos cuernos.
Nada saben del temor de su arrojo,
ni de su reprimido y atávico miedo,
del sobrenatural esfuerzo que revienta
como vivo volcán, dentro, en su pecho;
no están en la carne del hombre que tiembla de ansia,
ni en su alma, donde la muerte canta su misterio.
Vedlo clavado en la tierra esperando,
como árbol a la tormenta, al toro ciego;
viendo la muerte en los ojos
de la oscura bestia de ira llenos,
viendo la sangrienta arena parda
que al aire disputa ansiosa el cuerpo,
y el Sol, el Sol esperanzador y hermoso,
que infunde, de vivir, hondos deseos,
de vivir, de vivir siempre,
de no morir, de ser eterno...
Porque el toro noble no es la bestia
que al hombre embiste con furor de viento,
es la violenta imagen de la muerte
que desespera con furia allá en su cuerpo.
¡La muerte que el hombre quiere
matar con su estoque cierto!
La muerte, la terrible muerte,
ese oscuro, fatal, extraño animal ciego,
traidor, silencioso, sanguinario,
que patea al azar todo en el suelo.
Mas, frente al bravo toro amenazante,
está el hombre pasional, fuerte, ibérico,
sin miedo a la muerte, ni a la bestia,
ni al misterio,
ni a Dios mismo,
al que, al morir, abraza con abrazo eterno.