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El llanto de mi guitarra

Aurelio Giraldo Aice Hernández

Cuba



 
Cuando le ponían algún sobrenombre a alguien enseguida te dabas cuenta de la alusión, pero en aquel viejo melancólico y taciturno me la pusieron en China. Le decían El Beatle, y solo lo veíamos, cuando lo veíamos, mientras pasaba hacia el comedor o al regreso del mismo.
Creo que Ulises Botello, que estaba en el Quintomundo en esa época, fue el que nos despejó la incógnita.
Le decían así, porque se pasaba todo el santo día y buena parte de la noche llorando, gimiendo quedamente, soplándose los mocos, suspirando.
Le importaba un carajo que le dieran dos o tres bofetones y no hacía el menor caso de los gritos de “¡cierra la maldita boca, viejo e mierda!”
Siempre y a todas horas con aquella letanía. Entonces a un jodedor se le ocurre decir:
-— No podemos quejarnos: tenemos en el dial a los Beatles con su éxito de siempre “El llanto de mi guitarra” –y ya no hubo quien le quitara el apodo.
No era el único que lloraba. Al Quintomundo lo inauguraron con los asegurados –como les decían los guardias—por la Ley de Peligrosidad en el 80. Estaban consternados: ninguno había sido detenido cometiendo delito alguno, y más de un viejo lloraba mientras contaba la historia de su detención; pero este era el peor lloricón que pasara jamás por esta prisión.
Nadie quería vivir a su lado, y terminaron por ponerlo solo en una celda tapiada. Bueno, en realidad todas las del Quinto eran tapiadas.
Eso fue cuando lo de las embajadas y el Mariel. Todo el que la policía lo tenía entre ceja y ceja era llamado y le decían: “te largas del país, o te metemos preso; escoge”. Todos los que se quedaron pensaban que era una amenaza más, que a nadie lo encerrarían así, sin más ni más; pero estaban equivocados.
Después la gente especulaba sobre las razones por las cuales inventaron esa Ley extraña. Que si faltaría mano de obra, después del éxodo masivo; que si la poli no podía coger in fraganti a los jodedores, y qué se yo cuantas más.
Lo cierto es que llenaron el Quintomundo con esa gente, y ya en junio no había quien soportara el calor. Las puertas estaban enchapadas con una tola de acero, con un hueco a ras de suelo para pasar las bandejas de comida, y los ventanucos de las celdas también estaban tapiadas con gruesas persianas de hormigón, las que apenas dejaban pasar el aire suficiente para respirar.
Súmale a esto que se pasaban semanas sin que bajara el agua, que se tupían los tragantes, que muchos no tenían visita, que jamás le echaban desinfectante a los hoyos de cagar, y tendrás una idea remota de lo que era agonizar en el Bloque de Castigo llamado el Quintomundo por los presos.
Esa gente venía de la calle, muchos de ellos sin antecedentes y sin experiencia carcelaria –otros con lejanos historiales-—, trasladados de golpe desde sus casas hasta el infierno.
Por eso es que muchos de nosotros comprendíamos que lo raro era que todos, o por lo menos la mayoría, no estuvieran halándose los pelos, o gritando como endemoniados, o haciendo preparativos para suicidarse.
El viejo no era de los que les iba peor.
Tenía una hija que era un pastel de manzana, y nunca faltaba el guardia buen samaritano que estuviera dispuesto a pasarle algo a su padre. En general, nadie creía en la bondad desinteresada o los sentimientos humanitarios, en tanto pocas veces las viejas desdentadas y pobres conseguían ese tipo de favor.
Eso era lo que pensaba la gente, y esto parecía dolerle mucho más al Beatle. Cuando le traían algo y el mono se largaba la gente hacía comentarios casuales sobre lo útil que era tener una hija con el culo lindo.
Eso lo sacaba de quicio, lo hacía vociferar palabrotas y en algún momento tuvo la cabrona ocurrencia de lanzarle el paquetico a los de enfrente –convirtiendo la burla en una operación lucrativa, y ya no pudo librarse de ello.
Yo ya conocía más o menos su historia y esa tarde final estaba en el patio, junto a la puerta del Uno, cuando pasó la hilera del Quinto hacia el comedor.
Saludé a Alfredito, al que le decíamos el Padrino a sus espaldas, y luego me fijé en la patética estampa del Beatle.
Caminaba como un autómata.
Al atravesar la triple alambrada que separa al comedor de los bloques se detuvo, con las manos en el pecho en actitud de monje. Como si estuviera orando. Algunos lo esquivaron y otros tropezaron con él.
El guardia que venía detrás de la fila lo golpeó sin rudeza con el bastón, y el viejo comenzó a dar unos pasitos inseguros.
De pronto se detuvo, abrió los brazos, levantó la mirada hacia el cielo, estuvo un instante así, y cayó como un tronco.
Los que estaban cerca dicen que gritó:
-— ¡Dios mío, libérame!
Y Dios lo escuchó.

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